Andábamos para encontrarnos

Tiene veintiséis años y dos ojos marrones oscuros casi negros que me han enseñado a perder el miedo a la oscuridad: con él he aprendido que hay oscuridades que brillan más que el sol de verano a mediodía.

No le gusta el tequila y, sin embargo, le echa a todo sal y limón.

Aborrece los huevos fritos, el sushi, el gazpacho, el salmón ahumado y, en definitiva, todo lo que no esté bien cocinado.

Odia la impuntualidad y el caos, aunque yo haya llegado un poco a destiempo a su vida y él lo haya puesto todo patas arriba.

Dice que no quiere ver series porque luego no puede parar.

Y, hablando de no parar, cuando una idea imposible penetra furtivamente las fronteras de su frente, no cesa en el empeño de perseguir esa utopía hasta que consigue atraparla y acariciarla entre sus largos dedos como un pajarillo herido. Pero, joder, no han visto cómo les crecen luego alas a esas ideas y lo hermoso que es que me haga partícipe de ellas y volemos juntos en busca de irrealizables. Irrealizables a los que siempre les arrancamos el prefijo porque, a su lado, todo cabe dentro de nuestras posibilidades.

No he conocido jamás a una persona tan cabezota, pero hay algo maravillosamente bello en esa obstinación de no rendirse jamás.

Sube montañas con la misma facilidad que las cabras y el único momento en el que le he visto perder el aliento es cuando quemamos nuestras pieles entre las sábanas.

Baila como si jamás le hubieran roto el corazón, como si cada canción fuese la última y quisiese que el fin del mundo lo pillase bailando.

Siente la música como nadie y me besa como tatuándome versos en los labios, como si quisiese traerme poesía con su boca para hacer de este planeta un lugar más habitable.

Pone Smash Mouth a todo volumen y me hace reír cuando danza con los ojos cerrados o cuando cocina en calzoncillos, recién levantado, moviendo la cadera al ritmo de Bob Marley.

Le encanta quedarse despierto hasta la madrugada y, si por él fuese, nunca más se levantaría temprano.

Cuando me habla en francés, me dan ganas de quedarme a vivir en su acento. Me hace reír cuando trata de hablar en español y su voz siempre me parece milagro cuando habla en árabe. Cuando quiere abrir sus entrañas en canal y contarme lo que le pasa, siempre pasa al inglés.

No hay en su cuerpo un ápice de cobardía. Y es que él es de esas personas que saben que el miedo es el mejor indicador de que el camino que estamos tomando merece la pena. Si algo le da miedo, piensa que es porque está deseando hacerlo. Y entonces lo hace. Punto. A veces, cuando me quedo mirándolo y me pregunto de dónde saca esa osadía, llego a la conclusión de que no es que no tenga miedo. El miedo, igual que sus fantasmas, habita las paredes del lado izquierdo de su pecho como un visitante que ya se ha ganado el acceso vip. Pero, en lugar de paralizarlo, le sirve como motor. Por eso me besa en medio de la biblioteca mientras sus amigos nos miran, se lanza por pistas de esquí casi verticales, llega a las cimas vertiginosas y practica deportes de riesgo como enamorarse de mí.

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Es simple, que no sencillo. Es simple porque no necesita en su vida cosas materiales, postureo ni máscaras para tratar de ofrecer una imagen de alguien que no es. En esta época de excesos, él es feliz viviendo en una habitación de doce metros cuadrados con cinco pantalones, unas pocas camisas y cuatro pares de zapatos, que ya le parecen demasiados. «¿Para qué quiero más zapatos, si solo tengo dos pies?», me dice a veces. Y eso, el hecho de que ame a las personas y use a las cosas en lugar de invertir el orden, me vuelve loca. Me encanta que, con todo ese espacio que no llena de cosas innecesarias, les dé cobijo a invitados como la pasión, los sueños, la felicidad y las ambiciones.

Cuando conduce, siempre desliza sus dedos intrépidos hasta la orilla interna de mis muslos y me aprieta. Luego, sonríe y dice: «Lo siento, es que iba a meter tercera y me equivoqué de sitio». Me besa en los semáforos en rojo y yo me he vuelto adicta a su viaje. Con él no soy capaz de mantener durante mucho tiempo la distancia de seguridad, hemos quemado epidermis y rueda a la misma velocidad y, cuando lo tengo al lado de copiloto y miro por el retrovisor, nunca veo a la tristeza pisándome los talones. Por eso, cuando dejamos kilómetros atrás, mi vida ya no parece una huida. Me ha enseñado a frenar, a abrir las ventanas y a sentir el viento en la cara. Por eso sé que cualquier lugar al que lleguemos juntos será siempre hogar.

Pero no todo es de color rosa y sé que no vivimos en una cursi película americana. A veces discutimos, nos enfadamos, gritamos y tenemos que respirar hondo. Sin embargo, no cabe en su cuerpo el orgullo. Cuando sabe que es él quien se ha equivocado, regresa a los pocos minutos y me pide perdón bajito. Los enfados jamás duran mucho, porque hay un orgasmo de distancia entre la guerra y las sábanas convertidas en bandera blanca.

En ocasiones me cuesta entenderlo, se queda callado y ausente como en ese poema de Neruda y no sé a qué países está viajando en su mente, si lo acompaño yo en el trayecto, contra qué gigantes lucha ni qué batallas está librando. Se queda pensativo y, por mucho que trato de entrever qué le inquieta, su pensamiento se vuelve una nube opaca y gris. Me entristece no poder, en esos momentos, poner las luces antiniebla y despejar sus dudas. Pero esos instantes acaban pasando y, cuando uno de los dos llueve agua salada, siempre acaba saliendo luego el arcoíris.

También tiene sus rarezas y manías, como yo. Y no es que no las vea, pero he aprendido a aceptar y querer hasta sus vértices más afilados en lugar de cortarme con ellos. Supongo que eso es el amor: querer a la otra persona tal y como es, en lugar de intentar que se amolde al retrato idealizado que tenemos de ella.

Lo quiero, aunque al principio me costara admitirlo. Lo quiero porque, como escribió Benedetti, su boca sabe gritar rebeldía. Porque recuerdo a Neruda cuando me abraza: «me di cuenta de que valía la pena, valía los riesgos… valía la vida». Porque ya lo dijo Salinas: «en donde yo te espero sólo tú cabes». Lo amo porque siempre tuve la misma certeza que Cortázar: «Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos».

Y desde que te encontré, chéri, no quiero perderte nunca.

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Julia Viciana

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Escrito por

Julia. Canarias, 27 febreros. ♥ Graduada en Estudios Francófonos Aplicados. ♥ Máster en Traducción Editorial. Me gusta escribir y traducir, intentar descifrarme a través de las palabras. Escribo para saber lo que siento.

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