«Quien no se mueve, no siente las cadenas».
– Rosa Luxemburgo
Al principio, el mundo era un mar en calma. Un gran mar que era casi un lago, pues estaba siempre quieto y sus aguas, huérfanas de viento, jamás se habían convertido en ola. Era un mar sin vida; el Mar Muerto. El hombre se había considerado siempre superior intelectual y físicamente a la mujer, la desigualdad de género era tan profunda como esas aguas que nunca se movían. Entonces llegó el siglo XVIII, con la Ilustración, y las aguas comenzaron a agitarse. La razón era el centro de la lucha, se defendía la lógica y la palabra. Este cambio de mentalidad acabó desembocando en la Revolución Francesa y se creó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Se empezó a pelear por los derechos, sí, pero solamente por los de los hombres. Liberté, égalité et fraternité, sí, pero solamente para los hombres. Al ver este panorama, los vientos de la indignación comenzaron a soplar. Las mujeres, viéndose excluidas del cambio, comenzaron a moverse. Y ese movimiento de mujeres unidas, de brisas que convergen, acabó por crear el primer vendaval. Olympe de Gouges publicó la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana y Mary Wollstonecraft escribió la Vindicación de los derechos de la mujer. Por fin, gracias a esos nuevos vientos, surgió la primera ola. La primera ola de aquel mar muerto, la primera corriente de aquellas aguas en calma. Una ola que se hizo más pequeña cuando el código napoleónico acabó con la lucha feminista, cuando De Gouges fue guillotinada y Wollstonecraft tuvo que exiliarse. La ola iba disminuyendo, pero seguía avanzando por el mar. Esa primera ola fue necesaria: los aires habían comenzado a cambiar. Y, una vez que nace ese oleaje, no se puede frenar su avance por los siete mares. Una vez que se desata el viento, ya no hay nada que pueda volver a amarrarlo.
Llegó así el siglo XIX y la ola, que creían muerta, se hizo más grande. No estaba muerta, estaba de parranda. Fue ganando altura y potencia. La corriente era más poderosa. La ola, gota a gota, fue creciendo y acabó cruzando el charco y llegando a Estados Unidos. Se empezó luchando contra la esclavitud y, en 1848, tuvo lugar la Convención de Seneca Falls: la primera convención estadounidense sobre los derechos de la mujer. Como ocurrió con la primera, esta segunda ola fue frenada tras la guerra de Secesión: aunque los esclavos negros obtuvieron el voto, se negó a las mujeres el derecho al sufragio. Pero las sufragistas siguieron luchando en Estados Unidos, en Inglaterra, en todas partes. La ola, como hemos visto antes, había cruzado ya unos cuantos mares y, lo que empezó siendo un mar en calma, pasó a ser un mar de fondo bajo el que se movían la rabia ante la injusticia, el anhelo de cambio, la determinación y las ganas de luchar. Esta corriente a veces se invisibilizaba, pero estaba ahí. Y la ola, en su incesante avance hacia distintas coordenadas, era cada vez más gigantesca. De este modo, gracias a las corrientes y a las mujeres que se dejaron los pulmones dando aire a la justicia, los vientos siguieron soplando y, tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la mayoría de los países occidentales reconocieron el derecho al voto femenino.
Las olas de todo el mundo se fueron uniendo y así hemos llegado a la tercera ola, que ya no es una ola sino un tsunami. Este tercer movimiento se inició a finales de los sesenta, cuando se defendieron nuevas feminidades, nuevas maneras de ser mujer alejadas de los estereotipos y de las cadenas que siempre habíamos estado condenadas a arrastrar. Llegaron Simone de Beauvoir y Betty Friedan. Llegó la revolución sexual, el divorcio y el cuestionamiento de nuestros derechos reproductivos. Ahora que los vientos tienen más fuerza que nunca, que la ola es tan inmensa que a muchos les asusta mirarla, hay quienes tratan de frenar su avance. Lo que pasa es que, una vez que has conocido la libertad, no puedes volver atrás. Y, cuando un tsunami se acerca, no hay nada en el mundo que pueda detenerlo.
Yo creo que vivimos en la cuarta ola o en el cuarto tsunami. Por fin el feminismo está recuperando el lugar que le corresponde: se habla de él en la televisión y en la radio, inunda las calles de mareas violetas el 8 de marzo y el 25 de noviembre, está ahogando poco a poco al machismo (aunque aún queden muchas barreras que hundir), desborda las redes sociales de sororidad y de hashtags como el #MeToo, el #YoSiTeCreo o #EstaEsNuestraManada, movimientos que nacen del hastío, de la rabia. Estamos hartas, pero no cansadas: aún nos queda viento en los pulmones y millas marinas para rato. Estamos hartas del profundo machismo de la sociedad, del androcentrismo, del patriarcado, de la cultura de la violación, de la culpabilización de la víctima, de la violencia de género, de los techos de cristal, de la desigualdad salarial, del acoso, de llevar el peso del mundo en nuestros hombros, de tener que elegir entre ser madre o trabajar, de que se crean con derecho de lanzarnos por las calles frases machistas disfrazadas de «piropos» … Estamos hasta los ovarios. Hasta el coño.
Por eso, este cuarto tsunami es más necesario que nunca. Hemos llegado a la cuarta ola porque, gota a gota, se ha colmado el vaso. No se extrañen ahora de que se haya desbordado la lucha, no se asusten cuando vean que esta ola tiene más de 20 metros de altura y se ha convertido en un tsunami. No es ninguna sorpresa, es la consecuencia lógica de tantos años de injusticia que aún no ha acabado. Debemos sumarnos todas y todos a esta ola porque, si no, la lucha valiente de quienes nos precedieron no habrá servido para nada. Se lo debemos. Se lo debemos a quienes murieron en la hoguera o guillotinadas, a quienes tuvieron que huir hacia el exilio. «Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar».
Cuando estás en la playa y ves una imponente ola viniendo hacia ti cada vez más rápido, tienes dos opciones: o te dejas llevar y tratas de surfearla, o te enfrentas a ella y acabas ahogándote. Está en tus manos elegir entre el naufragio o el baile con el mar. Ir contra la ola o unirte a ella. No sé tú, pero yo lo tengo claro. Yo me uno.
Yo la surfeo.
Julia Viciana
Y tantas otras voces de nuestra memoria sin las cuales las mujeres españolas no habríamos llegado hasta aquí: Clara Campoamor, Victoria Kent, Concepción Arenal, M! Cinta Balagué, Margarita Salas y un largo etc…Buena entrada! Saludos!!
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Pues sí, todas esas voces que mencionas han contribuido a que hoy podamos gritar más fuerte y tener más derechos. La lucha continúa. Muchísimas gracias por leerme y por dejar este bello y alentador comentario, es un placer tenerte por aquí… 😉 ¡Un abrazo grande! 🖤🖤
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