Muchas veces me han dicho que me lo tomo todo demasiado a la tremenda, que soy excesivamente intensa. Sí, no te lo voy a negar, las montañas rusas son más estables que mis emociones. A veces, podrías encontrar más seguridad en las olas letales de un tsunami que en el naufragio al que te enfrentas si decides hurgar en las profundidades de mi mente. Pero es que no entiendo otra manera de vivir. ¿Para qué sirve tener juventud, si no la teñimos de intensidad cada día?
Tengo 21 años y estoy en la primavera de la vida, así que sería insensato pedirme que no muera en el intento de hacer florecer todos los jardines que guardo por dentro. Soy afortunada, porque no hay mayor riqueza que tener entre las manos un puñado efímero de ganas y juventud. Estoy en esa edad en la que no merece la pena ni tiene sentido quedarse con las ganas. Esa edad que dicen que corre a la velocidad de la luz y que ayuda a comprender mejor nuestras oscuridades. Esa edad a la que los adultos siempre les gustaría volver: «ay, hija, quién los pillara…». La realidad es que jamás seré más joven que hoy, así que no me pidan que no sea intensa. Todos esos tópicos literarios sobre el tiempo como Carpe diem; Collige, virgo, rosas; Dum vivimos, vivamus, Memento mori o Tempus fugit tienen en este momento más sentido que nunca.
Siguiendo con el símil literario: decía Quevedo que, lo que en la juventud se aprende, toda la vida dura. Aprendamos, pues. Pero no quiero aprender solo ahora, quiero que esta hambre de conocimiento no se sacie nunca: no hay nada más bello que mirar cada día a la vida con los ojos curiosos de una niña que está descubriendo el mundo. Y cuando digo aprender, no me refiero a la universidad, a los masters y a toda la información que tragamos y que luego regurgitamos en los exámenes durante años. A veces una charla con alguien que tiene los ojos surcados de sabiduría, un viaje largo, un beso lento o un fracaso doloroso nos enseñan mucho más sobre cómo vivir. Hay cosas que un libro de texto nunca podrá explicar. Hay personas inefables que te sacuden la vida en pocos meses e, incluso después de irse, dejan enseñanzas sempiternas llenas de valor. Así es como quiero aprender: caminando por la vida como una niña con los ojos rebosantes de curiosidad, las rodillas magulladas de haber andado sin miedo y la mochila de experiencias.
Yo estoy hecha de pedacitos de toda la gente que ha influido en mi vida: mi madre, aquellas profesoras maravillosas que me vieron crecer en todos los sentidos de la palabra, las personas que he conocido viajando, mis amigos, mi familia, mis amores… Y también de lo malo, que, aunque haya que intentar echarlo pa’ fuera como Aitana War, influye en quién soy ahora: las amistades interesadas, las personas egoístas, los fantasmas que a veces me gritan desde dentro, los chicos que van entregando limosnas de su alma por la vida… Todo eso forja mi identidad, pero el aprendizaje jamás termina. Y a vivir se aprende viviendo. Por eso, voy a vivir hasta quemarme.
Quemarme, pero no como quien se prende fuego y luego no sabe llegar a ser algo más que ceniza. Quemarme y descubrir nuevas pieles, nuevas versiones de mí misma, cada vez que provoco incendios en mi alma. Como un ave fénix que resurge y vuela cada vez más alto y con más fuerza.
Porque quemarse no es lo mismo que calcinar la vida rápido, como quien se fuma un cigarro demasiado frenéticamente y no parece estar nunca satisfecho. Como Jimi Hendrix, que murió al combinar vino con somníferos. O Janis Joplin, que falleció de sobredosis de heroína. O Kurt Cobain, que se suicidó. Todos ellos murieron con 27 años. James Dean murió con 24 en un accidente de tráfico. Probablemente, todos tenían en común una insatisfacción vital, una visión decepcionante de la realidad.
Y es que, a veces, vivir tan rápido no es saludable. Eso de «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver» no va conmigo. Prefiero disfrutar de mi vida a fuego lento, mejorar con el tiempo como los buenos quesos, morir cuando sea una anciana adorable y dejar un cadáver que no sea el más atractivo, pero sí el más feliz de todo el cementerio.
Para que, cuando llegue ese atardecer en el que reflexione sobre mi vida meciéndome en una hamaca de alguna playa de Tenerife, sienta que todo mereció la pena. Y ya no estaré en la primavera de mi vida, sino más bien en el invierno. Pero un invierno bien llevado, oiga, que se prepare la Jane Fonda. Y habré vivido con tanto fuego que ya no sentiré frío entre las paredes de mi alma. Solo un calorcillo agradable cuando lo recuerde todo. Y miraré sonriente a mis nietos, esperando que ellos también sepan disfrutar de la vida a fuego lento. Pasito a pasito. Suave, suavecito.
Miss Poessía
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¡Hola!
Te he nominado al premio The Blogger Recognition Award 2018, así como mi blog ha sido considerado para ese reconocimiento, de mi parte considero que tu blog merece dicho reconocimiento. Tus textos son muy bonitos y cargados de sentimiento.
A continuación, te dejo un enlace a mi premio y las reglas a seguir para que lo puedas recibir:
https://elcircodelosinocentes.wordpress.com/2018/07/08/estoy-nominado-al-premio-the-blogger-recognition-award-2018/
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Me acabo de dar cuenta que he caído en una cadena interminable lo de ese supuesto premio (como las cadenas de whatsapp), puedes borrar ese comentario y luego este, disculpas!
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No te preocupes, Lauta. A todos nos ha pasado jeje… ♥ La intención es lo que cuenta. Gracias por estar por aquí siempre.
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