Lo malo de vivir en una ciudad tan pequeña es que tras cada esquina se esconde el recuerdo de una cicatriz. Si los muros hablaran, cada piedra gritaría a mi paso el sonido de una despedida, de un beso con sabor a ruptura, vociferarían el ruido de la angustia hasta desgañitarse. Si los bancos pudieran pronunciarse, afirmarían que el beso que me diste aquella tarde merece sin duda el premio a la peor interpretación. Vivir en una ciudad tan pequeña hace que las calles te cuenten historias que a veces no quieres volver a escuchar, que los bares te hablen de sabores que habías creído olvidar, que algunas esquinas hayan quedado pintadas para siempre con los colores del desengaño.
No quiero recordarte, porque no mereces ocupar ningún espacio en mi memoria. Y en ocasiones pienso que ya lo he hecho, que te he dejado en un recodo muy oscuro y diminuto del que ya no podrás salir. Pero entonces regreso a algún lugar que está inevitablemente teñido de tu recuerdo y me es imposible no pensarte. No te pienso con cariño ni con nostalgia, sino con rabia.
Me da rabia pasar por delante del banco en el que nos besamos por primera vez, por la sala de aquel concierto en el que la música estaba tan alta que no pude escuchar a mi voz interior diciéndome que saliera corriendo, por las calles por las que paseamos una relación que desde el principio fue final, por delante de tu piso lleno de contradicciones, por la plaza en la que me hablaste de futuros en los que siempre aparecía yo para luego quedarte para siempre sin habla…
«No me saboreaste más que el tiempo de una cerveza», decía Tejerina. Tú y yo no nos saboreamos siquiera el tiempo de un chupito, y qué chupito más repugnante… Y es que, a decir verdad, nuestro amor fue de garrafón.
Siempre he tenido la extraña manía de contar el tiempo en canciones. Y hoy, mientras paseaba, me di cuenta de que se tardan seis canciones en llegar a ese banco en el que probé tus labios por primera vez. Me he preguntado cuántas canciones tardarás tú en convertirte en una persona madura y decente, pero sospecho que acabarías con toda la música del mundo y aun así no lo conseguirías.
En fin, supongo que pedirte madurez es como pedirle a las hojas que no caigan en otoño. Pero yo no soy de esas que piden, porque ya me cansé de que mis expectativas siempre choquen contra la decepción.
Solo me queda añadir que no pienses que te escribo a ti, aunque hable en segunda persona. Me escribo a mí. Me escribo para poder entender en qué punto mi vida estuvo tan vacía que pensé que serías la persona adecuada para rellenar ese hueco.
Pero voy a dejar de escribir, porque no creo que llegue jamás a entenderlo y tú no mereces vivir ni un segundo más en mi recuerdo.
Miss Poessía
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A veces «adiós» implica volver muchas veces. Me ha encantado, como siempre, una maravilla y un casi espejo, jajaja. ¡Un beso!
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Qué va qué va jaja, en este caso no creo que haya dicho nunca un adiós con más sentido jeje. Muchísimas gracias por tus palabras, Mercurio, te has vuelto una imprescindible en este blog. Eres un solito…
Un abrazo, guapa.
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