Foto de la entrada: Iler Stoe (Unsplash)
Lloré porque nunca había tenido
un noviembre sin grietas
antes de que tú llegaras.
Porque no quería pensar
en pistas de despegue,
¿cómo iba a querer irme
si en lo único que pensaba
era en no despegar mis labios de los tuyos?
Las lágrimas caían sin cesar
en el control de seguridad
ante esos policías
incapaces de comprender que nunca
voy a sentirme más segura
que en el descontrol de tu carcajada.
Lloré porque no quería subir a ese avión
y aterrizar en otro lugar,
lejos de ti,
en una ciudad huérfana
del calor de tus brazos.
Una mujer me dio pañuelos
mientras esperaba en la fila para embarcar.
Pobre ingenua, por pensar que el papel
iba a ser capaz de secar tantos recuerdos.
Las azafatas advirtieron
que llevaba por dentro una bomba
de sensaciones,
sabían que la pena iba a explotar
en cualquier momento en forma de lágrimas,
pero, aun así,
me dejaron subir.
Y subí a ese monstruo de metal
que iba a arrancarme de mis raíces,
a llevarme a otras coordenadas,
a expulsarme del edén,
del paraíso sureño
en el que durante tantos meses
hemos perdido el norte juntos.
Y seguí llorando
hasta que quedé dormida,
con las mejillas bañadas de una sal
que nunca sabría ni la mitad de bien
que el salitre del Atlántico
en el que hace tiempo naufragaron mis miedos.
Cuando aterricé,
a más de tres mil kilómetros de distancia
de tus manos inquietas,
supe que por muchas fronteras
que deje a mi espalda,
hogar siempre será el nombre
que le pondré a tu cuerpo.
Que ese día,
cuando miré atrás en la terminal,
tu imagen se convirtió
en una promesa.
Una promesa que,
por primera vez,
voy a cumplir.
Miss Poessía
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Yo también vengo a ponerme al día, y me he encontrado con esta historia de despedidas y aeropuertos que me ha removido un montón. Me ha gustado mucho, Julia. Un abrazo.
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¡Muchísimas gracias, Nuria! No sabes lo que me alegra leer que te ha removido, siempre es un placer transmitir algo a quienes me leen y más aún cuando se trata de una lectora tan especial como tú.
¡Un fuerte abrazo!
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