Último domingo del año. Ya es casi 2022 y, cuando me paro a pensar en los últimos doce meses, me doy cuenta de cuánto ha cambiado todo. Parece que no nos damos cuenta de estos cambios, de estas pequeñas o grandes alteraciones de nuestras vidas, pero suceden. El tiempo nunca deja de correr, aunque a veces nos cueste seguirle el ritmo. Nunca se detiene ni espera. Y parece que tenemos que esperar a que lleguen fechas señaladas (años nuevos, cumpleaños, nacimientos, muertes…) para reflexionar sobre su paso.
Hace un año, mi vida era bastante distinta. Hace doce meses estaba acabando el año con el corazón roto tras dejar una relación de tres años; ahora llevo casi tres meses enamorada y apenas recuerda las fracturas este ilusionado corazón. Tenía dos vacunas menos y algunas dudas de más. Tenía una lista de propósitos que no llegué a cumplir; ahora lo único que me propongo es vivir mi presente siempre en gerundio: amando, soñando, sintiendo. Hace un año no habían aparecido aún algunos de esos amigos que han acabado convirtiéndose en familia. Por eso creo que, a pesar de esta jodida pandemia que parece no acabar nunca, mi vida de ahora es más bella que hace un año. Me siento más feliz, más niña dispuesta a magullarse de nuevo las rodillas.
Al fin y al cabo, creo que si algo he aprendido de todo esto es que no existen las vidas perfectas ni los pasados sin caídas. Y está bien que así sea. Ser feliz no consiste en que todo sea perfecto ni en no caerse. Consiste en ver el aprendizaje tras las imperfecciones, en descubrir nuevas maneras de ponerse en pie y reinventarse tras cada caída. Ya lo escribió Raúl Parra: «Hay algo bello en esto de caerte: descubrir de cuántas maneras eres capaz de levantarte».
Así que tírame al suelo si quieres, 2022, que me levantaré. Aquí te esperaré, preparada para lo que llegue.
Enséñame. Cámbiame. Hazme crecer.