Me voy.

Me marcho lejos, a casi 2000 kilómetros de aquí.

Me marcho, pero esta vez no es una fuga. Ya he pasado por esto antes: por las largas horas de aeropuertos y escalas, el mar en el horizonte tras la ventanilla del avión, pistas de despegue y de aterrizaje, despedidas, nuevos comienzos. Ya he pasado por esto y me he dado cuenta de que, sin ser consciente, muchas veces atravesé nuevos cielos por no ser capaz de enfrentarme a los sentimientos que me atravesaban el pulmón. A menudo volé hacia coordenadas desconocidas por no lograr conocerme. Me perdí en nuevos puntos cardinales sin haber sabido antes poner punto y aparte a historias que no merecían ser libro. Quise ser viajera de nuevas ciudades sin haber viajado antes por mis entrañas. Sí, esos viajes eran una huida hacia delante de mí misma.

Sin embargo, esta vez no. Esta vez es diferente. Me voy de aquí porque necesito cambiar de aires, desempolvar mis sueños. Me voy porque he entendido que nada va a cambiar si yo no cambio, que a esta alma de velero le hace falta ajustar la dirección de las velas.

Me voy y cambio el océano por el asfalto, la calma por la urgencia, la vida conocida por una nueva página en blanco. No diré que no da miedo, porque claro que asusta. Mi corazón palpita como un animalillo a medio camino entre la curiosidad y la cobardía. Mi mente es un amasijo de ganas y miedo. Ya he pasado por esto, sí. Pero esta vez ganan las ganas.

Las ganas de vivir nuevas experiencias, de perderme, de construir nuevos hogares.

Esta vez me voy porque cerrar algunas puertas también es quererse. Porque, como escribió Alan Moore, «todo lo bueno en la vida nace de un salto al vacío». Me muero de ganas de dar este salto y ver qué cosas pueden nacer.

Me marcho a vivir a otra ciudad porque, si no lo hago, me quedaré viviendo en mis ambiciones. Y ese es un lugar irreal y tambaleante al que mudarse.

Me voy porque lo necesito.

Porque tengo ganas de no quedarme con las ganas.

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