Estábamos en la playa.
Te miré como queriendo reescribirme en la tinta oscura de tus ojos, me miraste como queriendo descifrar los míos. Éramos dos miradas frente a frente conjugándose en presente, no existía nada más.
Te miré a la cara y todo lo demás se volvió borroso. Hice zoom a tus comisuras, al movimiento de tus labios mientras hablabas. Cambié la apertura a 1.8 para desenfocar el fondo y te observé a distancia focal, en modo retrato. Te miré a través del visor de mis pestañas deseando que tú jamás te cansaras de hacerlo tras las tuyas. Hice un encuadre desde el norte de tu pelo dorado hasta el sur de tu barba. Contemplé el paisaje en alta definición, grabando tu sonrisa en mi memoria en 4K. Tanto que, si cierro los ojos, aún sigo viéndola.
Luego me concentré en el sonido de las olas al romper, en la manera en la que el sonido de tu risa producía eco en las habitaciones de mi corazón recién ventilado, en nuestras voces.
Lo siguiente que recuerdo fue sentir la cerveza bajando fría por la garganta, el calor subiéndome a las mejillas, nuestros dedos inquietos sobre la mesa.
Me besaste.
Me besaste y todo eso explotó al mismo tiempo. Fue algo parecido a la ingravidez.
Tremendo viaje. Cuánta paz…
Creo que, quien ahora te bese, se ahorrará una pasta en técnicas de meditación y mindfulness.