Hace exactamente un año que regresé a esta isla. Un año desde que cogí un avión de Ginebra a Tenerife para empezar un confinamiento con mi familia. Me fui de la ciudad en la que vivía y prometí volver pronto, cuando todo pasara.
Hoy, tras un año, lo único que ha pasado es la vida. Una vida que ha cambiado para todos y que ha acabado para demasiados.
14 de marzo de 2020, primer asalto. La vida nos subió al ring sin preguntarnos y nos pegó un crochet directo a la mandíbula. El golpe fue letal para muchos y nos dejó groguis a todos. Más de tres meses en estado de alarma, alarmados por no poder hacer esas cosas que dan sentido a la vida: salir a tomar algo con los amigos, abrazar a quienes queremos, buscarse en otras pieles, pasear junto al mar, viajar, inspirar aire puro… Descubrimos que la única manera de volar hacia fuera cuando nos dejan sin alas es hacer un viaje piel adentro. Que, si nosotros mismos no somos nuestro hogar, no nos sentiremos bien en ninguna otra coordenada de este planeta. Descubrimos que, en las peores situaciones, el amor es lo mejor que tenemos. Que la cultura no es negociable. Que el arte es la mejor terapia ante un mundo enfermo.
Hoy, un año después, me gusta hacer balance. Un balance de mi situación, como esos que tan mal se me daba hacer en Economía en el instituto. Tengo la suerte de poder hacerlo, de seguir viva. Rodeada de las personas a las que quiero.
En el pasivo, mi estado no es demasiado alentador. Tuve un amor que entró en bancarrota: un día me dejó de parecer rentable el precio que pagaba en distancia y nostalgia frente a la felicidad que recibía y no pude evitarlo, acabé con el corazón en números rojos. Tuve amistades con unos intereses demasiado elevados y decidí dejar de conservarlas. Conocí a alguien y me entregué sin saber si amortizaría algún día todas esas noches y abrazos; pero no me importó: fui feliz mientras duró. Aprendí de cada fracaso, de cada vez que mi alma se quedó en la ruina.
Por eso ahora, en el activo, la situación pinta mejor. He establecido mi domicilio emocional en esta isla que siempre me da felicidad desinteresadamente, sin exigirme impuestos ni peajes. Sigo rodeada de amigos y personas que logran que mi felicidad tenga un crecimiento exponencial. Estoy aprendiendo a quererme sin intereses, a rendir cuentas únicamente ante mí misma. Estoy aprendiendo que, cuanto mayor sea mi patrimonio en alegría, más podré proyectarla hacia aquellos que están a mi lado.
Ya lo dijo Marwán: la vida cuesta. Sin embargo, tras la cuesta de enero y la de febrero, elijo reconciliarme con marzo y quedarme con los pequeños detalles positivos que nos ha dado todo esto.
La vida nos ha noqueado, nos ha dejado fuera de combate ante un enemigo que ni siquiera conocíamos. El lockdown también fue un knockdown para todos, pero esta caída no es definitiva. Tras doce meses, doce asaltos, va siendo hora de que la pelea vaya acabando.
Seguimos aquí. Seguiremos luchando.
Seguiremos.