No creo que haga falta etiquetarlo ni ponerle nombre. No sé qué carajo se me está revolviendo piel adentro, pero si quieres podemos llamarlo así: amigos con derecho.
Amigos con derecho a café, a barraquitos mañaneros, a cervezas a mediodía con las olas como banda sonora.
Amigos con derecho a abrazos, a desayunos y a comidas en el italiano mientras nos contamos a dónde nos gustaría volar cuando acabe esta jodida pandemia.
Amigos con derecho a besos lentos cuando suena Two Feet, con derecho a volvernos fuego que prende rápido con las primeras notas de I wanna be yours.
Con derecho a miradas en miradores, con un vértigo en el estómago que no lo causan las vistas.
Amigos con derecho a atardeceres y a amanecer compartiendo coordenadas.
Con derecho a buscar asilo en nuestros brazos cuando no somos capaces de encontrar la calma en ningún otro lado.
Amigos con derecho, eso es todo.
Con derecho a crear un país sobre la cama cuando en el resto de lugares nos sentimos extranjeros, a mirarnos y reconocer en el fondo de los ojos el oleaje que comienza.
Con derecho a lanzar palabras, caricias y gemidos a quemarropa como dos cuerpos en guerra hasta firmar la paz enarbolando las sábanas como bandera blanca.
Amigos con derecho a incendiarlo todo y luego marcharnos, amparándonos en la presunción de inocencia.
Amigos.
Con derecho.
Con derecho a romper la distancia de seguridad, a contagiarnos las ganas, a confinarnos en la habitación, a no limitar el aforo de las ansias que nos invaden.
Amigos con derecho.
Y con el deber urgente de saciar el hambre de nuestras bocas.