«Porque una vez me viste temblar
y en vez de taparme
te desnudaste conmigo
y desde entonces es verano
cualquier Navidad de estas».
– Irene X
Lo conocí en medio de una ola de calor. Era un día de finales de agosto de esos en los que el aire es tan asfixiante que, a los cinco minutos de salir del mar, una siente la necesidad imperiosa de volver a él. Regresábamos a la playa, eran ya más de las seis de la tarde y el verano ofrecía una tregua, una breve brisa que enfría un poco la pereza.
Nos instalamos sobre la arena y apareció. Nos presentaron, nos dimos dos besos con un roce de mejillas perladas de salitre. Se fue lejos, mis amigos y yo lo seguimos. Subimos hasta lo alto de una roca volcánica. Sentí el tacto de la piedra bajo mis pies desnudos, el aire marino en la cara, la sal entrando en mis pulmones y la salpicadura de las olas erizándome la piel. Miré hacia abajo, me dio vértigo. «¿No saltas?», me preguntó. Y, de un salto, desapareció de cabeza bajo el azul del Atlántico. Volví a mirar hacia abajo, volví a sentir vértigo. Pero salté.
Fue así de simple: salté y se fue el vértigo. Seguimos saltando al mar el resto de la tarde y me pregunté cuántas cosas me habría perdido en la vida por no haber tenido el valor de dar ese primer salto. Comprendí que el miedo no es otra cosa que la distancia entre mis pies sobre la roca y mi cabeza bajo el mar. Que, en los tres segundos que dura el salto, ya se ha ido. Y, tras el miedo, se esconde la vida.
Cansada, me retiré a beber un poco de agua. Lo observé con atención, sin que él supiera que lo estaba mirando. Me gustaba mirar cómo saltaba al vacío, como esos niños sin miedo que una vez fuimos. Se sumergía una y otra vez y salía con el cuerpo lleno de gotas saladas y el sol reflejándose en su pelo rubio. En un momento de despiste, me miró.
Regresó, se sentó a mi lado y abrió dos cervezas. Vimos el atardecer. Era como si el verano nos perteneciese.