Me pregunto a cuántas personas queremos de menos debido a todo el daño que nos hicieron de más. Cuántos corazones rompemos por pretender amar estando rotos, sin antes habernos hecho cargo de nuestra grieta. Me gustaría saber cuánto amargor cabe en unos labios que besan con urgencia, esperando que la otra boca les devuelva una vida más dulce. Cuántas almas hacemos añicos en un intento desesperado por reconstruirnos a nosotros mismos.
A veces no nos damos cuenta y somos esa mala compañía de la frase «mejor solo que mal acompañado». Queremos que nos quieran sin querernos y el amor se convierte en un juego tóxico en el que siempre acaba alguien vencido, acribillado por las expectativas del otro. Si no nos amamos, si sentimos que nos falta algo para estar completos, no queramos que la otra persona rellene esos huecos propios. Solamente nosotros, tras habernos mirado por dentro, sabemos qué partes están vacías. En qué rincón exacto de nuestras entrañas se oye el eco cuando damos golpecitos sobre la piel. Nadie puede adivinarlo por nosotros. Nadie puede hacerse cargo de nuestra herida, somos nosotros y solo nosotros quienes sabemos localizar en qué parte sentimos las agujetas del alma de tanto correr kilómetros y kilómetros en dirección contraria al ruido de la mente.
Cuesta demasiado mirar nuestro reflejo y ver de frente el rostro a cara lavada que nos devuelve el espejo, por eso nos pasamos media vida poniéndonos máscaras y filtros. Cuesta aceptar que somos los culpables de nuestra felicidad o de nuestras penas. Cuesta porque es más sencillo culpar a los demás de nuestras miserias que sentarnos en el banquillo de los acusados y enfrentarse a los cargos. Y, sin embargo, no hay carga más pesada que la de arrastrar de por vida un fardo de dolor. El daño pesa demasiado en el corazón, por muy ligeros de equipaje que viajemos.
Pensamos que poner rumbo a Australia, perderse en Tailandia o aterrizar en Alaska hará más ligero el peso, pero no es así. Por muy lejos que viajemos, olvidamos que el corazón también viaja siempre con nosotros en el lado izquierdo de nuestro pecho. El corazón es nuestro perpetuo compañero de viaje, nuestro copiloto en los kilómetros que dejamos atrás. Así que ninguna coordenada ni ninguna ciudad sin pasado nos hará soltar ese lastre. Vayamos donde vayamos, siempre somos eternos turistas de nuestro planeta interior. Por eso, debemos hacer de ese planeta un lugar habitable.
Sin embargo, cuando ese planeta interior resulta asfixiante y solitario, buscamos ansiosamente una persona que se convierta en esa rosa que le dé belleza. Esa flor que perfume nuestro mundo cuando todo a nuestro alrededor apesta. Craso error. No podemos pretender que nos regalen primaveras sin haber aprendido antes a florecer desde dentro. Porque si ya estamos marchitos, cualquier flor que acariciemos acabará también marchitándose. Nadie quiere quedarse en un lugar en el que cuesta respirar, en el que hay falta de oxígeno y exceso de pasado en el aire.
Y así nos va.
Vamos por la vida soltando sobre los demás el peso de nuestros dolores pasados y, de esta manera, dejamos estragos en quienes nos aman: tendones desgarrados de intentar seguir adelante arrastrándonos a nosotros y a nuestros fantasmas, espinas dorsales quebradas de tanto cargar a los hombros nuestro ejército de monstruos, esguinces de tobillo de tanto tropezar con nuestras antiguas decepciones amorosas…
¿Quién podría soportar algo así?
A menudo llegamos a la vida del otro con un puñado de deudas y pretendemos que sea esa persona quien las salde, llegamos a su vida en bancarrota exigiendo que sus brazos se conviertan en un préstamo a fondo perdido de felicidad. Sin darnos cuenta, besamos con labios llenos de intereses a tipo fijo. Acariciamos con caricias que, tras haber invertido en pieles demasiado ásperas, ya no se atreven a volver a apostarlo todo al amor. Nuestros dedos, a fuerza de tanto rozar cuerpos que no merecían nuestro tacto, se han devaluado y ya no albergan ninguna riqueza. No entendemos que la otra persona jamás nos hará amortizar el tiempo perdido con quienes nos hicieron daño. No comprendemos que el amor siempre es una apuesta segura, a pesar del potencial daño. Que, si nos amamos antes de amar a cualquiera, jamás nadie podrá dejarnos en bancarrota de alegría, nunca seremos pobres en risa si aprendemos a que esa risa dependa únicamente de nosotros.
Nadie merece cargar con nuestro amasijo de dolores, apechugar con nuestros miedos ni sostener en sus manos nuestro puñado de dudas. Es injusto y egoísta pretender que alguien esté dispuesto a hacerlo.
Apostemos de una vez por nosotros, porque somos un partidazo. Cuando nos demos cuenta de ello, estaremos por fin preparados para amar.
Julia Viciana
Dicen que es fácil, pero la mayoría de nosotros nunca llegamos a descubrir que la calma, la estabilidad, el amor y el impulso para crecer está viajando siempre a nuestro lado.
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Totalmente de acuerdo, cuesta mucho darse cuenta de que somos el mayor amor de nuestra vida y de que tenemos que querernos primero, antes de tratar de querer a alguien más… Muchas gracias por comentar, me han gustado mucho tus palabras. Un abrazo 🖤
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