Catarsis

«La persona que narra en un diario […] no es de hecho la misma que lo firma, sino una máscara que se pone el autor para contar elípticamente la verdad de su experiencia. No se escandalicen: persona en latín significa máscara, y la máscara es lo que nos oculta, pero sobre todo lo que nos revela».
Relatos reales, Javier Cercas

 

¿Quién soy yo cuando escribo? Es una pregunta que hace tiempo me hago cuando golpeo con avidez las teclas de mi portátil o cuando dejo bailar al bolígrafo sobre el papel. Pareciera que mis dedos estuviesen poseídos por algo ajeno a mí misma, por una bestia hambrienta que va mandando impulsos eléctricos a las yemas de mis dedos hasta que halla en los versos algún sustento, hasta que encuentra alguna palabra suculenta a la que hincarle el diente, una idea que sacie un poco su hambre. Entonces, solo entonces, la bestia me libera de ese impulso y se acurruca en un rincón a dormir y hacer la digestión.

Llámalo bestia o llámalo miedo. A veces, parece que es el miedo el que escribe por mí. El miedo a olvidarme de los gestos de alguien, a no convertir en palabras un beso o un abrazo que me han marcado. El miedo a quedarme con tantas palabras dentro que me produzcan indigestión, a tener tantos sentimientos agolpados en el lado izquierdo del pecho que no sea capaz de sacarlos si no los escribo. Y es que hablar siempre se me ha dado mucho peor que escribir: cuando el aire de mis pulmones hace vibrar mis cuerdas vocales y emite alguna frase, las palabras que surgen siempre me acaban decepcionando, pues no logro expresarme con tanto acierto como cuando dialogo con la hoja en blanco. Por eso, los nudos de garganta siempre los desato escribiendo.

También podría decirse, y no sería mentira, que lo que me mueve a escribir es la cobardía. Todo lo que no me atrevo a decir, lo escribo. Le describo a aquel chico el beso que nunca fui capaz de darle, le cuento que las quiero a las personas a las que aún no lo he hecho, me retrato a mí misma viviendo en países lejanos y viviendo otra vida que no sé si alguna vez viviré, extiendo sobre el folio todas las posibles versiones de mí misma para que, bien alineadas ante mis ojos, me hagan ver todos los caminos que puedo tomar. Y entonces parece como si ya hubiera besado a aquel chico, como si hubiese dicho te quiero a tantas personas, como si ya me hubiese perdido por calles lejanas y exóticas y me hubiera atrevido a ser todas mis versiones posibles. El hecho de escribirlo es un espejismo, crea la sensación absurda de que lo escrito ha existido. Pero muchas de mis historias nacen muertas porque no me atrevo a darles vida fuera del papel.

Sin embargo, el amor también me impulsa a escribir. Fue el animal más hambriento desde el principio, el que me hizo tomar la decisión de comenzar a juntar letras. Si empecé, fue por amor. Fue el amor a la palabra, que descubrí cuando la misma profesora que me enseñó a leer y a escribir siguió después, con doce años, leyendo mis relatos, recomendándome libros y dándome siempre aliento, diciéndome que algún día vería mi nombre en una librería. Ya no podrá hacerlo, pero a ella le debo que me descubriese esta maravillosa forma de catarsis.

Y es que, al fin y al cabo, escribir es eso: una catarsis. Aún recuerdo a aquella niña de doce años sentada en la mesa de su habitación, mirando por la ventana mientras su cabecita buscaba ideas para el relato que había que entregar en clase. Empezó a nacer en mí un sentimiento febril, una sospecha de que era eso lo que yo quería hacer. De algún modo, me aliviaba. Juntar palabras me aliviaba. Y sigue haciéndolo. En realidad, es rentable, piénsalo: quienes escribimos no necesitamos ir al psicólogo, pues ya soltamos toda nuestra oscuridad en el papel. Y, quienes además venden sus libros como churros, sí que son unos máquinas y saben rentabilizar el dolor. Creo que, en mayor o menor medida, quienes escribimos llevamos dentro algún dolor, un dolor que hace que lo que se escribe sea real y sin artificios, que sea una verdad cruda. Y creo también que es la identificación lo que nos engancha a la lectura: cuando vemos escrito por alguien lo que a nosotros también nos pasa, pero no habíamos podido expresar, nos identificamos. Qué quieres que te diga, a mí me sigue pareciendo preciosa esa conexión entre el lector y el escritor. Hay algo sencillamente bello en el hecho de leer a alguien del siglo XIX y lograr identificarnos con lo que escribió, es como si nos siguiera hablando y su voz siguiese viva, a pesar de que su cuerpo ya no lo esté.

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La verdad es que no sé si es el miedo, la cobardía o el amor quien habla por mí. Lo que sé es que también soy valiente al escribir, voy en busca de todo lo que me gustaría ser.

¿Quién soy yo cuando escribo? Puede que la persona que soy cuando escribo sea yo, en el fondo, pero un yo más elevado o más osado. Una máscara, como expresó Javier Cercas. Una máscara tras la que resulta más sencillo contar la verdad de mi experiencia. Una máscara que, en realidad, revela mucho más de lo que oculta. Escribir es también eso: una revelación. Cada vez que pongo el punto final a un texto, a un poema, vuelvo a leer lo que he escrito y descubro con sorpresa rasgos que no sabía que formaran parte de mi rostro, recovecos escondidos que en mis veintitrés años de vida aún no había explorado.

En ocasiones, me gustaría dejar de escribir. Creo que mi vida sería más tranquila sin el constante impulso de pasar cada emoción a palabras. Me estoy enamorando y ya estoy pensando en cómo describir la tonalidad exacta de su mirada, el brillo de sus ojos cuando habla sobre las cosas que le apasionan, el sabor con regusto a ron de aquel primer beso… Estoy hablando con alguien y se me ocurre que sería el personaje ideal para una historia, que sus gestos, lo que dice y su manera de crear magia con el contacto visual bien merecerían un relato. Estoy viajando, mirando por la ventanilla del coche, duchándome o corriendo y viene alguna idea a sobrevolar mi mente hasta que se adentra en ella. Entonces sé que esa idea quiere que la escriba, que anidará entre las paredes de mi mente hasta que no lo haga. Soy, de algún modo, esclava de lo que siento. Esclava de esas ideas que no me abandonan hasta que no las escribo.

Por eso, a veces tengo la impresión de que la vida sería más sencilla si no lo viviese todo tan intensamente, no me afectaría tanto. No me haría tanto daño. Pero, a estas alturas, ya me he resignado. Sé que no podré dejarlo porque ya forma parte de mí. Qué le vamos a hacer…

Yo seguiré juntando palabras con la esperanza de lograr esa conexión con el que las lee, esa identificación. La alineación de dos dolores que juntos se vuelven más débiles. El peso que, compartido, se torna más ligero. Seguiré escribiendo porque ya no puedo dejar de hacerlo.

Seguiré haciendo de este baile de letras una catarsis.


Julia Viciana

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Escrito por

Julia. Canarias, 25 febreros. Graduada en Estudios Francófonos Aplicados. Soy una mortal más que intenta descifrarse a través de las palabras y que escribe para saber lo que siente.

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