«El pájaro no canta porque está feliz, está feliz porque canta». – William James
Decía Rosa Luxemburgo que,
quien no se mueve,
no siente las cadenas.
Ahora me doy cuenta
de que somos eso:
un puñado de cadenas
y jaulas
que son el espejismo
de la libertad.
Quien no se mueve
no siente las cadenas
y, quien no ha intentado
jamás volar,
no sabe que vive
en una jaula.
Nos pensamos libres
porque podemos decidir
el tamaño,
el color
y la forma
de nuestra jaula.
Sin embargo,
elegir nuestra jaula
no se puede
llamar libertad.
Ahora que estamos
confinados,
nos sentimos
presos.
Presos del silencio,
presos de la soledad,
presos del tiempo
que parece detenido.
Estoy confinada,
me dice la RAE
que estoy
«condenada a vivir
en una residencia obligatoria».
Estoy confinada
y, sin embargo,
coloco ante mí un folio
en blanco
y ese blanco es como el azul
que cruzan a vuelo los pájaros.
En el folio puedo ser
aquello que desee:
las posibilidades son infinitas;
los kilómetros,
interminables.
Ante mí se extiende
un blanco infinito por donde
hacer bailar el lápiz.
Puedo caminar por Montmartre,
contemplar el Sena
desde una buhardilla.
Puedo estar ahora mismo
en La Habana,
andando por una calle
empedrada y colorida,
escuchando Guantanamera.
Puedo convertirme en portuguesa
y sentir el olor del puerto desde Alfama,
mis fosas nasales se inundan
de ese aire impregnado de saudade.
Podría también viajar a México
en este mismo instante,
beber tequila y mezcal
por encima de mis posibilidades
e inhalar chilaquiles cuando despierte
para que se me vaya la resaca.
Dar luego un salto al paisaje colorido
de Valparaíso,
a la naturaleza imponente
de Machu Picchu.
Cambio el rumbo del lápiz
y ahora estoy en Madagascar
tomando el sol,
muevo la mina un poco al este
y me descubro flotando
en el mar de Byron Bay,
en Australia.
He abierto tanto las alas
en este ejercicio de vuelo
a tantos países,
que he hecho pedazos
todos los barrotes
de mi jaula.
Y, en los diez metros cuadrados
de mi habitación,
puedo recorrer el mundo,
me siento por fin libre.
Me dirás que estoy encerrada,
confinada,
enjaulada.
Pero yo,
por lo menos,
puedo ver mi jaula.
A veces la libertad
se camufla
en una prisión
con forma de trabajo
siete días a la semana,
de nueve a cinco.
Otras,
la cárcel invisible
en la que vivimos
es una relación infeliz
que tememos terminar.
Es posible incluso
que el calabozo
en el que te has cerrado con llave
sea una carrera
en la que sigues por inercia,
esa en la que entraste
por esas «salidas» que te prometieron,
o quizá obligado por tus padres
o por la presión social.
No sé,
piénsalo.
Ahora que estamos encerrados,
puede que seamos más libres
y más felices
que cuando podíamos salir.
Yo soy feliz así,
escribiendo,
ignorando si soy feliz
porque escribo
o si escribo
para ser feliz.
Julia Viciana