Siempre he necesitado

escribir sobre las cosas

para poder asimilarlas,

para entenderlas.

 

Escribir sobre mi miedo

para ponerle nombre

y cara

y saber a qué me enfrento.

 

Escribir sobre la alegría

para entender

de dónde nace,

junto a quiénes

la alcanzo.

 

Escribir sobre la risa

para comprender

qué la desata.

 

Sobre el amor

para darme cuenta

de que, por mucho

que escriba sobre él,

jamás llegaré

a entenderlo.

 

Escribir sobre las balas

que impactaron en mi piel

para percatarme

de que,

a veces,

fui yo misma

la que apretó el gatillo.

 

Escribo porque no veo

otra manera de entenderme

y, sin embargo,

hay cosas que nunca entiendo

por mucho que escriba.

 

No comprendo por qué

me empeño en cultivar

amores a distancia

hasta dejarme el alma

en barbecho.

 

Ni por qué no puedes

estar aquí,

para agarrarme a tus brazos

en lugar de al vacío

cada vez que despierto.

 

Ni por qué siempre

nos recordarán más

por un error

que por cien aciertos.

 

No entiendo la crueldad

de la vida.

 

Por qué siguen existiendo

las guerras,

por qué la gente se mata

en nombre de un dios

que, aunque se llame diferente,

es al fin y al cabo el mismo.

 

No entiendo por qué

abrazo a algunas personas

en sueños

y al despertarme

me doy cuenta

de que ya no están.

 

Por qué no hay un sendero

por el que regresar,

si siempre hay un camino

para marcharse.

 

No comprendo qué sentido tiene

esta vida de estrés y trabajo,

ese camino preestablecido de la vida

que nos imponen por el que,

paradójicamente,

nos vamos perdiendo por el camino.

 

Ni por qué una persona

se cree mejor que otra

por haber nacido unos kilómetros

más al norte

o por tener otro color de piel.

 

Ni por qué existen en el mundo

Trump,

Vox,

los toreros,

el hambre,

la pobreza,

una religión que dice ames

«al prójimo como a ti mismo»

y al mismo tiempo rechaza

a quienes viven ese amor

libremente.

 

No logro asimilar cómo un hombre

se cree con derecho de golpear

a su mujer,

cómo se atreven a opinar

a gritos

sobre nuestros cuerpos

en las calles

sin que les hayamos pedido

su opinión.

 

Por qué en un lado del mundo

tiran comida

y en el otro

mueren de hambre.

 

No lo entiendo,

de verdad.

 

No entiendo nada.

 

No entiendo

la vida.

 

Y me temo

que jamás llegaré a hacerlo,

que por mucho que se haya escrito,

teorizado,

pensado

y hablado sobre ella,

nadie tiene ni puta idea.

 

Ni siquiera los filósofos,

escritores,

psicólogos,

sociólogos,

catedráticos,

intelectuales

ni pensadores.

 

Al final,

todo se basa en esa

certeza socrática

de que nadie

sabe nada.

 

 

Pero es que no hemos venido

a esta vida

a entenderla,

hemos venido

a vivirla.

 

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Julia Viciana