Hicimos balance de nuestra vida
y nos dimos cuenta
de que no nos quedaba nada,
estábamos en las últimas.
Nuestro pasivo rebosaba de deudas:
cuentas a saldar con el pasado,
besos con demasiados intereses,
abrazos que jamas amortizaríamos
y un puñado de promesas rotas
que seguíamos pagando a plazos.
En el activo,
apenas unas cuantas certezas:
la certeza del hoy,
de disponer de millones de segundos
en efectivo,
la evidencia de sabernos jóvenes
y tener sueños
por encima de nuestras posibilidades.
No teníamos nada,
lo prometo.
Un apartamento en la ciudad,
doce euros en el banco,
un alquiler que pagar,
medio limón y una cebolla
pudriéndose en la nevera
y café para un mes.
No teníamos nada,
nada palpable,
nada que nos fuese
a hacer más ricos.
No teníamos nada.
Y desde la verdad de esa nada,
desde el vacío más real,
nos lo dimos todo.
Entendimos que la vida
es la mayor ganancia,
que compensa cualquier pérdida.
Comprendimos que el valor
suma mucho más que el precio,
que éramos millonarios
en patrimonio inmaterial.
Teníamos un sueño
que cada día crecía más,
ganas de saltar del acantilado,
el vértigo del miedo
que te indica que vas
por el camino correcto.
Teníamos un arsenal de besos,
caricias suficientes para
soportar el invierno,
la belleza de la nieve
explotando en nuestros ojos.
Teníamos el parque y las flores,
cervezas y amigos,
viajes en el horizonte
y a nuestra familia en el lado
izquierdo del pecho.
No nos quedaba nada,
si los economistas
nos hubiesen visto aquel día
nos habrían declarado
en bancarrota.
Sí, es posible
que no nos quedara nada.
Pero aquella noche,
cuando nos miramos a los ojos,
las pupilas ardiendo de deseo,
unimos su nada y la mía.
Y juro
que nos lo dimos todo.
Julia Viciana