Animales salvajes

– Yo creo que todo el mundo puede ser dos personas.
– ¿Como Óscar? ¿Con dos vidas?
– No; dos personas a la vez, en el mismo instante. Una es la persona domesticada, la que piensa en el qué dirán, en si algo está bien o algo está mal… Y la otra es puro instinto, es indomable y solo sale cuando desconectamos el cerebro, como con el sexo o con la ira. El problema de esa parte es que muchas veces ni nosotros mismos la conocemos.
El embarcadero (Movistar)

Todos llevamos dentro un animal salvaje. Cada uno de nosotros. Un animal agazapado, siempre al acecho, aguardando impaciente el momento de salir. A veces está dormido en una esquina de nuestras entrañas, domesticado, cerrado bajo cuatro llaves en una jaula bajo el lado izquierdo de nuestro pecho en perpetuo estado de anestesia. A veces abre de pronto sus amarillos ojos felinos y despierta un instinto incontrolable. A veces lo intuimos ahí dentro, sentimos el palpitar acelerado de su corazón animal, pero nos da miedo dejar que salga. Y qué triste es la vida entonces, cuando llevamos nuestro instinto bien anudadito a la cordura, cuando encerramos a la bestia que por naturaleza está destinada a la libertad.

Viví demasiado tiempo en cautiverio, como esos desdichados animales que acaban en un zoo, condenados a una vitrina de cristal para que los turistas los observen. Viví en un jardín y me atreví a llamarlo selva porque no había conocido jamás otra cosa. Pero un día destrocé a zarpazos la puerta y descubrí que ante mí se extendía una infinita sabana. Que todo lo que tocaba la luz era mi reino. Yo, que jamás supe qué aspecto tenía, me miré un día al espejo y contemplé por primera vez mi pelaje dorado. Yo, que siempre me había pensado gata, traté de maullar y me descubrí leona, rugiendo.

Y es que desde que te conocí, amor, no pude evitar abrirme en canal. Y ese canal se convirtió en el río Nilo. Y de él salió a galope una manada entera de animales salvajes. Así que dime qué puedo hacer. Dime qué hago ahora. Dime cómo se domestica a una bestia. Cómo se pide a una fiera que ha conocido la libertad que vuelva a vivir en cautividad. Dímelo. Cómo pedirle a quien ha devorado a bocados el placer que vuelva a acostumbrar su paladar al regusto insípido de la rutina.

No se puede, no. Me temo que, una vez que cortas las riendas que ataban a tu animal salvaje, ya no hay modo alguno de hacer que regrese.

La sala donde te conocí estaba oscura como un bosque nocturno y tus ojos faro me llamaron con señales luminosas. Te miré a los ojos y ya no éramos personas, éramos lobos gritando sin palabras con los ojos amarillos.

Hablamos y mi cabeza se llenó de ruido. No lograba identificarlo, hasta que comprendí que era el eco de una manada de hienas que se reían de aquellos que vinieron antes y que ansiaban lanzarse a tus labios. Malditos animales carroñeros.

Luego llegó la despedida. Dos besos en los que nadé detrás de tu perfume como un tiburón blanco que huele la sangre. Sin embargo, cuando te miré a los ojos antes de marcharme tuve ganas de bailar contigo como dos delfines saltarines.

Y después de tanto tiempo, el animal sigue despierto.

La coreografía salvaje de dos panteras negras que se encuentran en la selva como si llevaran un mes entero sin comer.

La belleza de dos linces que corren en dirección contraria a la rutina, la esperanza de dos osos polares que no quieren ver destruido su mundo por el cambio climático.

Somos dos búhos que salen a cazar de noche, dos gacelas que huyen velozmente del mordisco de la vida, dos llamas escupiéndole en la cara al miedo.

El miedo, esa alimaña que, desde que apareciste, se ha convertido en un animal en peligro de extinción.

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Julia Viciana

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Escrito por

Julia. Canarias, 25 febreros. Graduada en Estudios Francófonos Aplicados. Soy una mortal más que intenta descifrarse a través de las palabras y que escribe para saber lo que siente.

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