En el croquis perfecto de la vida que nos trazan desde pequeños nadie te avisa de que esa vida no será un bonito apartamento limpio y decorado con vistas al mar, sino una estancia con bastante suciedad, que a veces parece un piso de estudiantes y por la que debes andar con cuidado si no quieres cortarte en cada afilada esquina. La vida no es una habitación amplia y minimalista de esas de revista, más bien un pequeño espacio tan atrabancado que, si caminas, corres el riesgo de reventarte el dedo meñique contra algún mueble mal puesto. Trabajo, piso, pareja, como diría Zahara. No se te ocurra ponerte a correr por un camino de cabras, porque puedes enriscarte, esmocharte o, como diría mi amigo Víctor, esnarizarte. No, mejor vete por el camino seguro, ese que todos ya han pisado antes que tú. No te atrevas a alongarte demasiado para descubrir qué hay al otro lado de lo convencional. Todo es precioso hasta que tienes que convalidar tu trabajo soñado por uno de repartidora en Uber Eats, cuando tu piso ideal frente al mar se convierte en un pequeño estudio de veintidós metros cuadrados en una ciudad demasiado fría y descubres que eso de vivir en pareja es más complicado de lo que te habían contado.
Chiquito negocio ese de Disney y de las cursis películas americanas, ¿eh?
Llegas un día con toda la ilusión del mundo, decidida a irte a vivir con tu pareja. En seguida, te enamoras de esa vida utópica que nos venden: de la idea de despertarte con besos, de ver en el baño tu cepillo de dientes junto al suyo, de las duchas a lo Cincuenta sombras de Grey, de los paseos domingueros para ir a comprar al mercado, de compartir las tareas del hogar y el peso de la vida, de sumarle emoción a la rutina y restar penas, de cocinar juntos al son de alguna dulce melodía, de cenas con velas y sexo salvaje cada día, de acostumbrarte a tener siempre a tu lado a alguien que te haga la vida más soportable.
Y entonces, de pronto: ¡bum! Tú, qué ibas monísima de la vida vestida de princesa en ese tren de vida, no has escuchado el «Mind the gap between the train and the platform» o, en español, «Tenga cuidado para no introducir el pie entre coche y andén» y al final sí que te has acabado esnarizando por culpa de los tacones, quedando tu glamour reducido al de una simple plebeya. En fin, toda esta cutre metáfora para explicar que la vida en pareja no es como te cuentan, no es la vie en rose ni una peli de Disney.
Por eso yo he venido aquí, amiga, a barrer tras la alfombra de Aladín en la que te dicen que volarás para que descubras toda la mierda que había escondida y puedas mirarla de frente. Avisada estás. De nada.
He venido a decirte que probablemente no bailarás cada día con tu pareja como lo hacen Ryan Gosling y Emma Stone desde Los Ángeles en La La Land, que a veces ese baile será el vergonzoso tambaleo de tu cuerpo y el suyo cuando vuelven juntos de una fiesta. Que ni tú eres Kate Winslet ni él es DiCaprio y a veces el iceberg llegará y, como ellos, no podrás evitar días de hundimiento (aunque, también te digo, cuando el hundimiento llegue espero que no hagas como Rose, que no dejes morir al pobre Jack en el mar cuando había espacio perfectamente en la tabla para los dos). Ya lo dijo Amélie: son tiempos difíciles para los soñadores. Y, quien dice soñadores, dice parejas.
Por eso te advierto de que tal vez no haya besos apasionados bajo la lluvia como en El diario de Noa, más bien resfriados por haber salido a la calle sin paraguas, que tu novio no es tan atractivo como Ryan Gosling ni tú tan guapa como Rachel McAdams y la casa en el campo que Noa reformó para Allie será un modesto pisito con un alquiler excesivo. Que no tendrás Vacaciones en Roma, sino viajes apresurados al Carrefour porque ninguno se ha acordado de ir a comprar y ya va a cerrar el supermercado.
A veces, los 500 días juntos que pasaron Tom y Summer se te van a hacer un poco largos. Despertarás y, en lugar de tener una romántica conversación matutina en la cama como la de Hugh Grant y Julia Roberts en Notting Hill, tendrás que salir corriendo porque llegas tarde a algún lado y tropezarás con toda la ropa que tu novio deja tirada por el suelo. Te levantarás con hambre y resulta que nadie te va a traer un desayuno a la cama con un zumo de naranja recién exprimido, sino que tienes que ir a comprar con las tripas rugiendo cual Mufasa porque la nevera hace eco. Descubrirás que si eso del sexo matutino solamente pasa en las pelis es porque no es muy buena idea besar a alguien con la boca seca de resaca y el regusto en los labios de ambos de todo lo que bebieron anoche. Tú no eres Julieta ni él Romeo, ni él es Channing Tatum ni tú eres Amanda Seyfried en Dear John. Tampoco eres Anne Hathaway ni él Jake Gyllenhaal en Amor y otras drogas, ni tú Natalie Portman y él Ashton Kutcher teniendo sexo casual como en Sin compromiso.
Siento joderte las fantasías, pero es que no es así. La vida no es una película americana ni un cuento de esos en el que los protagonistas «fueron felices y comieron perdices». La vida, en realidad, es lo que sigue después del final de la película. Todo eso que no se ve. La parte en la que lo de ser felices y comer perdices se convierte en estar enfadados y comer pizza recalentada.
Te voy a contar lo que viene después, cuando el telón se cierra. Cuando se acaban los créditos de la película. Te voy a contar qué aspecto tienen los puntos suspensivos que siguen al punto final. Tienen aspecto de gritos, de discusiones. De platos apilados en el fregadero porque ninguno de los dos quiere lavarlos. De calzoncillos tirados por el suelo y la cama siempre sin hacer. De domingos de limpieza. De basura que no se saca sola. De agotamiento a veces físico y a veces mental. A todo eso saben las perdices tras el final.
Pero no temas. Entre el color rosa que anuncian las películas y el negro que acabo de lanzarte a brochazos en el párrafo anterior, hay una escala infinita de tonalidades. Como el tono marrón de sus ojos que ves bañarse de luz cuando el sol acaricia su cara y tú te preguntas, recién despertada, qué habrás hecho bien en tus otras vidas para poder verlo dormir en esta.
La vida en pareja también está compuesta de momentos llenos de belleza. Llegar a casa cansada y que un abrazo te envuelva de paz. Dormir abrazados en diciembre. Que te preparen la cena. Las mañanas de domingo sin salir de la cama. Ir al mercado juntos los fines de semana y que nos regalen fruta. Besayunarnos. Que en el menú siempre haya besos de postre. Los pequeños detalles como un masaje, velas, música o que te haya comprado croissants al volver de la universidad. Las conversaciones hasta la madrugada en las que las palabras, al salir de la garganta, dejan un hueco en el estómago para las cosquillas y otro en el lado izquierdo del pecho para la alegría. Un abrazo por la espalda cuando estás preparando el café. Caricias como despertador. «Tengo frío» como excusa para prenderle fuego a las sábanas. Los «te quiero» en braille sobre la piel, las miradas que hablan sin voz y los «no te preocupes, todo saldrá bien». El modo en el que nos entendemos sin tener que abrir la boca. El día a día. Sentir que te escuchan de verdad.
Puede que no seamos actores de Hollywood y que nuestra historia no sea de película. Pero es real. Y a mí, con eso, me basta.
Julia Viciana