Dejemos de hacer famosa a la gente estúpida

Desde nuestra infancia, la sociedad nos ha creado la necesidad de pertenecer a un conjunto. Anhelamos pertenecer a un grupo de personas para no sentirnos solos, para tener la impresión de que somos populares, para no convertirnos en la oveja negra que se sale del rebaño y decide seguir su propio camino. En la adolescencia, especialmente, esta necesidad emocional de pertenencia aumenta. Si no estás dentro del grupo, entonces eres un rarito. Y ser un rarito equivale a ser humillado y excluido por los demás, llegando incluso a veces a extremos como el bullying. Lo que ocurre es que los tiempos han cambiado y actualmente ser un rarito corresponde a no tener redes sociales o a no estar continuamente compartiendo públicamente lo que haces con tu vida. Los demás se han convertido en los usuarios online y el bullying, aplicado a estas redes, puede llegar a ser muy peligroso.

La sociedad nos impone una presión: la presión de adaptarse al molde cuadriculado en el que se supone que debemos encajar, de caminar por allí donde otros ya han dejado sus huellas en lugar de arriesgarse a andar entre la maleza. Esa presión social es peligrosa porque nos mueve a ser alguien que no somos solamente para que no se nos mire desde detrás de un sucio cristal lleno de prejuicios y de mentalidades caducas. «¿Que vas a estudiar arte dramático? Pero si con eso no te puedes ganar la vida…», «Los versitos esos que escribes no te van a dar de comer», «Está bien que te guste dibujar, pero búscate un trabajo de verdad»… Frases como esas que se repiten casi a diario, que arrojan a la cara de los artistas para convencerlos de que se busquen un oficio de esos que llaman «dignos», «de verdad», «que te dé de comer». La sociedad te dirá que es mejor ser médico, abogado, contable, oficinista o cualquier otra cosa, algún trabajo lleno de ceritos a la derecha que engrose tu cartera, algo cuantificable. El arte, en cambio, no se puede medir. Porque su valor es incalculable.

Y, aplicado a las redes, en ese afán por cumplir con las expectativas de los demás hemos ido creando una imagen falsa de nosotros mismos. Lo que se busca es la perfección. No hay más que ver redes como Instagram: lugares paradisíacos, parejas fingiendo que viven en una película americana, raperos exhibiendo sus mansiones y sus coches de lujo, gente súper sana y en forma, sonrisas Profident, viajes con amigos, mascotas adorables, brunchs que parece que han venido los hermanos Roca a tu casa a preparártelo… No vas a compartir las vacaciones en la piscina hinchable de tu pueblo con tu abuela preparando croquetas, ni las discusiones con tu pareja, ni tus lorzas, ni tus lágrimas, ni tu triste plato de pasta, ni esos días nostálgicos de domingo en los que la única compañía es tu gato. No, eso no lo compartes porque no da likes, porque tus followers van buscando belleza instantánea, felicidad maquillada, selfies ensayados, fotos retocadas con siete filtros, sonrisas de usar y tirar. Desgraciadamente, vivimos en un momento en el que las redes se han convertido en sucedáneos de la realidad. Son como los másteres de la Cifuentes y Casado: tú posturea para que el mundo lo vea, finge que todo es auténtico hasta que rasquen un poco en la verdad y acaben encontrando plastiquillo de imitación. Nadie va a compartir el lado oscuro de sus vidas, los momentos rutinarios. Solo se comparten los highlights, el lado bueno de las cosas. Y ojo, que no creo que eso sea negativo compartir las partes positivas de nuestra vida. El problema viene cuando el resto piensa que ese 20% de felicidad que compartes representa la totalidad de tu vida.

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Foto: @unedityouself (Instagram)

Por eso vemos a personas con baja autoestima que no dejan de compararse con esas cuentas a las que siguen. Y es normal. Es normal que veas a la Jennifer López divina con sus 50 tacos bailando como una pibita de veinte y pienses que la edad está siendo cruel contigo. O que mires las fotos de la fucking Beyoncé y llegues a la conclusión de que, el día que repartieron el flow, tú ni siquiera te pusiste en la cola. O que compares tu voz de gato atropellado con la de Lady Gaga y maldigas a la naturaleza por ser tan despiadada. ¿Y qué vas a hacer? ¿Despertarte deprimida cada día porque no eres Rihanna? ¿Llorar porque no tienes los abdominales de Cristiano Ronaldo? ¿Esconderte en la esquina más recóndita de tu casa porque no tienes el cuerpazo de Úrsula Corberó? ¿Lamentarte por no tener el armario de Paula Echevarría? ¿Odiar a Elsa Pataky por estar casada con Chris Hemsworth? ¿Sufrir porque tu novio no es Velencoso o Hugo Silva?

Aunque parezca que tienen vidas increíbles, ellos también tienen sus momentos de mierda. Como todo el mundo. Lloran, sufren, tienen inseguridades, se levantan resacosos a veces y no viven continuamente en una película de Disney. Si las personas a las que sigues te hacen sentir mal, creo que lo mejor sería que dejaras de seguirlas. No es bueno para la salud mental estarse comparando de manera constante con un ideal que ni siquiera es real. Muchas veces esas fotos que vemos están llenas de filtros, retoques, ediciones. Puede que, para que saliera en esa foto tan despampanante, se haya hecho cincuenta antes de publicarla. Así que no te compares. El Instagram es como un libro en el que el escritor ha arrancado los capítulos más desagradables, esos que cuesta leer, y ha dejado tan solo las palabras dulces y los fragmentos que merece la pena contar. Pero no puedes comprender la historia completa si únicamente te quedas con eso.

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Eso, amiga o amigo, es puro postureo. El 90% de la red está sustentado sobre los cimientos de la falsedad, ese pilar tan frágil que en cualquier momento puede tambalearse. Y yo me pregunto, a veces, si eso que los influencers comparten realmente les sale desde lo más profundo de las entrañas o lo comparten porque queda bien hacerlo. Está genial que hagan campañas contra el plástico, que cada vez esté cogiendo más fuerza el veganismo, que se luche para liberar el pezón femenino, que se defiendan los derechos de las comunidades más desfavorecidas. Pero, ¿cuánto hay de auténtico en todo ello? No sé, ojalá me equivoque, pero a mí me da la impresión de que muchas de esas iniciativas son meras campañas de marketing o estrategias para limpiar la imagen. Como esas empresas que usan el lacito rosa haciendo ver que se solidarizan con el cáncer de mama cuando su único fin es aumentar las ventas de un producto, esos influencers que aseguran preocuparse por el medio ambiente mientras visten orgullosamente pieles de animales muertos, celebrities que van a Sudáfrica y no se les ocurre otra cosa que sumergirse en una bañera en una de las ciudades con mayor sequía…

Lo más triste de todo esto es que hay jóvenes que convierten a estas personas en sus iconos. Los iconos de mucha gente de hoy en día son Aless Gibaja, Belén Esteban, Jorge Javier Vázquez, Dalas Review, El Rubius, Josie… Atrás quedan aquellos que realmente han tenido influencia: Audrey Hepburn, James Dean, Humphrey Bogart, Marilyn Monroe, Amy Winehouse, The Beatles, Nirvana, Bob Marley, Queen, Jimi Hendrix, Bob Dylan, Tina Turner, Pablo Neruda, Mario Benedetti, Pedro Salinas, Frida Kahlo, Coco Chanel, Víctor Hugo, Kafka, Bukowski, Van Gogh, Monet, Da Vinci, Michelangelo…

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Fuente: redbubble.com

Todo esto ha llegado tan lejos que hasta la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) ha creado un curso universitario de formación de influencers. Y la verdad que no me extraña, porque sale muy rentable. A los influencers se les paga para que promocionen productos de grandes marcas en sus redes sociales, hay empresas y agencias de representación de actores que se fijan en el número de seguidores que tienen para decidir si contratarlos o no, se les regala ropa y se les invita a comer a restaurantes para que les hagan publicidad… Todo esto me parece estupendo, es una nueva forma de ganarse la vida que ha surgido como consecuencia lógica de la sociedad en la que vivimos. Considero que es un trabajo honesto, siempre que se haga desde la honestidad.

No obstante, no siempre se lleva a cabo desde la honestidad. Y, cuando eso sucede, es nuestro deber como usuarios de las redes dejar de dar bombo a la estupidez, a la falsedad y a la hipocresía. Si no consumimos un producto, no se vende. Así de fácil. Y la máscara acabará cayendo. Game over.

Por favor, dejemos de hacer famosa a la gente estúpida.

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Julia Viciana

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Escrito por

Julia. Canarias, 25 febreros. Graduada en Estudios Francófonos Aplicados. Soy una mortal más que intenta descifrarse a través de las palabras y que escribe para saber lo que siente.

3 comentarios sobre “Dejemos de hacer famosa a la gente estúpida

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