– Verónica no necesita que nadie se ocupe de ella, yo solo le echo una mano.
– Ya, ella es diferente, ¿no? Como has dicho antes, que ella es diferente a los demás, por eso Óscar se quedó.
– Sí, algo así.
– Es como si los demás fuéramos un jersey básico, un jersey azul marino y ella fuera algo exclusivo, algo así, ¿no?
– No, Vero no es un jersey. Es como si te sales de la carretera en mitad de una nevada y te das cuenta de que es que nadie ha pasado por ahí antes. ¿Entiendes esa sensación?
(Diálogo de la serie El embarcadero)
Cuando nos conocimos, tuve la sensación de haber descubierto algo completamente nuevo. Lo recuerdo perfectamente. Era un día frío de finales de octubre y hacía poco que yo acababa de poner los pies en aquella ciudad que tiempo después pasaría a quedarse para siempre en mi cabeza. Un amigo me propuso salir esa noche, pues había una especie de concurso de cocina para estudiantes en una asociación. Cuando llegué, resultó que teníamos que seguir en grupos una receta hablando solamente en inglés. Ganaría el grupo al que mejor le saliera la receta. A mí cocinar se me da regular y el inglés tampoco es que sea mi fuerte, pero menos mal que decidí salir con mi amigo aquella noche… Qué serendipia tan hermosa fue encontrarte.
Mi amigo fue a saludar a unos conocidos y me dejó sola allí, en medio de la sala. Y a mí, que no conocía a nadie, me dio por ir a hablarte. No recuerdo qué frase tan estúpida pude pronunciar para iniciar la conversación ni qué pudiste pensar tú de aquella loca española que comenzó a hablarte como si te conociera de toda la vida. Pero lo que sí recuerdo es que de verdad fue así: a los cinco minutos de haber empezado a hablar contigo, sentí que te conocía de toda la vida. Cuando nos dimos dos besos, parecía que nuestras pieles ya habían hecho una presentación formal de cicatrices en otro momento. Tu sonrisa sabía a hogar, aunque mi casa estuviese a más de tres mil kilómetros de allí. Tus ojos sonreían y echaban fuego.
Poco después, mi amigo volvió y me fui con él. Pero al final de la noche, de regreso a mi residencia, acompañamos a un grupo de estudiantes que vivía al lado y resulta que tú también vivías ahí al lado, así que te uniste al grupo. No sé cómo acabó sucediendo, pero de pronto una chica australiana había puesto canciones de Bob Marley a todo volumen en su móvil y empezamos a cantar. Me pareció muy divertida y encantadora tu manera de cantar en inglés con acento africano, tu modo de hablarme cambiando entre el francés y el inglés. Me pareció que estabas muy elegante con tu jersey gris de cuello alto y que tu nuca olía de maravilla cuando, en la puerta de tu residencia, volviste a darme dos besos y nos despedimos. Recuerdo que pensé: «guau, ¿y este de dónde ha salido?». Mi amigo me acompañó a coger el tranvía para que volviese a mi residencia y me dijo riendo que había tenido éxito esa noche, que parecía que alguien se había fijado en mí. Yo, que estaba todavía inmersa en otra relación, lo negué. Luego, volvió a decirme que estaba enamorado de mí, pero yo solo podía pensar en la conversación que habíamos tenido. Yo tenía novio, mi amigo me decía que quería salir conmigo y yo solo pensaba en que algo se me había movido bajo la piel esa noche, aunque me costara casi cinco meses admitir que me había enamorado de ti. Ahora lo pienso y me hace gracia: qué puñetero caos tenía por dentro en aquel entonces.

Afortunadamente, volvimos a encontrarnos muchas más veces. Y, ahora que estamos juntos, me doy cuenta de qué fue lo que me enamoró de ti aquella noche: tu asimetría. Yo venía de un historial amoroso en el que la mayoría de chicos a los que conocía eran piezas semejantes que seguían trayectorias muy similares, fácilmente predecibles. Pero tú… Tú eras un poliedro que cada día ofrecía al mundo una cara diferente, una línea que tenía un punto de inicio pero que nunca se sabía qué dirección iba a seguir en el espacio. Eras las pinceladas arrebatadas de un pintor enfermo de pasión, los trazos ilegibles y entusiastas de un escritor enloquecido. Un satélite al que era imposible predecir la trayectoria. Y, sin embargo, sin saber qué cara descubriría cada día, quería conocer cada una de tus facetas. Anhelaba que pintaras mi mundo con tus colores apasionados, poder leerte, aunque a veces no consiguiese entender las palabras escritas en tus ojos. Me moría de ganas de subirme a tu satélite, aun sabiendo que no podría cambiar tu trayectoria. Tampoco quería hacerlo.
Eres una persona extremadamente adictiva porque eres diferente. Distinto a todo lo que había conocido. Eres como esa nieve virgen que se ve cuando subes en teleférico a la cima de las pistas de esquí, ese pedazo blanco de belleza que nadie ha pisado aún. Una cala salvaje que ningún turista ha visitado jamás. Una coordenada en lo infinito del mar por la que ningún velero ha navegado. Tienes acordes desconocidos cuando te acaricio la costilla derecha, incendios de risa que queman mis penas cuando me abrazas, miles de orillas escondidas en la piel a las que otras no llegaron por miedo a naufragar. Cuando me quedo observándote, llego a imaginar lo que pudo sentir Colón al descubrir América, lo fascinados que tuvieron que quedar Edmund Hillary al poner por primera vez los pies en la cima del Everest y Armstrong al pisar la luna.
Por todo eso, amor, sospecho que a esta bonita historia todavía le quedan muchas páginas. Como te gustan tanto las matemáticas, te diré que «algunos infinitos son más grandes que otros». Eres el infinito más gigantesco con el que me he topado, kilómetros y kilómetros de libertad. Has abierto mis horizontes, me has dado alas. Y, aunque me dé vértigo, te juro que jamás había tenido tantas ganas de precipitarme al abismo y descubrir a vuelo de pájaro todos esos cielos enredados tus dedos.
Ya no me da miedo caer. Tenemos toda la alegría por delante.
Miss Poessía
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