La enfermedad del escritor

 

A veces me pregunto para qué.

 

Para qué escribo;

para qué lo hago.

 

De qué me sirve.

 

Me gustaría inventar versos

que pudiesen explicar a qué saben

tus besos,

convertirte en poemas

para que todo el mundo pudiese

sentir la felicidad de conocerte.

 

Quisiera poner a la derecha de tu nombre

un adjetivo que lograse definirte y explicarte,

pero he arrancado páginas de todos los diccionarios

y aún no he hallado ninguno que te haga justicia.

 

Quisiera que este sentimiento tan grande

pudiese ser nombrado con un verbo,

pero no sé cómo conjugar

algo tan inefable como este sentir

que me acelera el corazón cuando te pienso.

 

Desearía regalarte palabras

envueltas con el tejido de mi piel

para que te reconforten

cuando la vida ya no te baste.

 

Ansiaría que encuentres en mis textos la paz

que te falta cuando el pecho

se te llena de gacelas corriendo

que lo desordenan todo.

 

Hacer que cuando leas esto,

todo te duela menos;

que cuando pasees tus ojos por mis palabras,

no consigan escapar jamás de tu retina

y puedas acudir a ellas

cuando necesites refugio.

 

Convertir mis poemas

en una marea que ahogue tus incendios,

en una ducha que te refresque

cuando la vida arda en exceso.

 

Y sé que es complicado,

que muchas veces

las palabras no estarán a la altura,

pero aun así necesito hacerlo.

 

Escribo porque,

cuando tengo la voz rota

y han cortado mis cuerdas vocales,

mis palabras siguen intactas

cuando las busco en el papel.

 

Escribo porque en lugar de llorar,

siempre he preferido desangrarme

en el papel: es mi forma

de exorcizar a mis demonios

cuando hacen demasiado ruido.

 

Escribo porque esa es siempre la opción

que eligen los cobardes:

dicen que los que escribimos somos valientes,

pero en realidad lo único que hacemos

es contarle cobardemente a un folio en blanco

lo que no nos atrevemos a decirle a esa persona.

 

Escribo porque a veces surge

en el lado izquierdo de mi pecho

un poso de amargura negro

que no logro identificar

y escribir es la única manera

de ponerle nombre, forma y tamaño

a mis penas.

 

Lo hago para que no se quede dentro,

porque necesito sacarlo:

en ocasiones, necesito abrirme en canal,

dejar que la marea roja de mis venas

se desborde para comprender

qué (o quién) es el causante de esas olas

que lo tienen todo devastado.

 

Cuando un dolor se abre paso

hacia el interior de mi piel,

la versión escritora de mi ser lo celebra:

sangre fresca, dice, tal vez de todo esto

surjan un par de versos decentes.

 

Y entonces no me queda más remedio

que obedecer a esa fiera indomable

y ponerme a escribir:

las palabras se convierten en un bisturí

que hurga sin descanso ni piedad

en mis entrañas hasta encontrar

eso que tanto daño me estaba haciendo.

 

Y tal vez jamás sean capaces

de acabar con ese daño,

pero por lo menos logro comprenderlo.

 

Las palabras hacen

que abrace por fin a mis alimañas,

que me haga amiga de los monstruos

que tanto miedo me daban de pequeña,

que entienda todo lo que siento.

 

Para eso sirve escribir:

para ponerle nombre y forma

a todo eso que no lo tiene.

 

Y es entonces,

cuando consigo saber qué siento,

cuando puedo por fin asimilarlo.

 

Por eso, porque escribir

se convierte en respuesta

cuando la sangre del alma

pasa a ser tinta del papel,

sé que no podré dejarlo.

 

 

Ya lo dijo Harry Quebert:

«La enfermedad del escritor, Marcus,

no es la de no poder escribir más:

es la de no querer escribir más

y ser incapaz de dejarlo».


Miss Poessía

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Escrito por

Julia. Canarias, 25 febreros. Graduada en Estudios Francófonos Aplicados. Soy una mortal más que intenta descifrarse a través de las palabras y que escribe para saber lo que siente.

13 comentarios sobre “La enfermedad del escritor

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