Queridas personas resilientes: hace ya casi un año de esta noche y me apetecía mucho contarla, para que jamás quede en el ovido (aunque sé que no lo hará). Ojalá les guste, les emocione o les haga gracia lo indecisos que éramos jaja… Un abrazo enorme ♥
Sirvan estas palabras de testimonio de aquella noche tan real. Pues, aunque ahora se vista de sueño y parezca un tanto lejana, realmente sucedió. De verdad sucedieron los hechos que me dispongo a contar. Abróchense los cinturones y no se muevan del asiento, ya que nuestro vuelo siempre se ha caracterizado por estar lleno de turbulencias.
Corría el invierno del año 2017 y yo vivía aún inmersa en esa idílica vida llamada Erasmus. Estaba en mi habitación-estudio-cubículo de 14 metros cuadrados cuando mis amigos me invitaron a salir al Bukana, un pub al lado del río. Yo acepté sin pensarlo demasiado porque era uno de esos días en los que a la cabeza le da por replantearse todo y tenía ganas de salir. Así que me puse un vestido negro, un abrigo y me maquillé más de lo que suelo hacerlo (que tampoco es muy difícil). Nada más salir, el aire fresco se me coló hasta el último de los huesos y tuve frío desde la nariz hasta el alma. Me arrepentí en seguida de haber sido tan estúpida como para llevar vestido en invierno en una ciudad en la que a veces nieva en pleno centro, pero bueno, todos somos un poco imbéciles en nuestros años mozos…
Cuando bajé los cinco pisos de mi residencia, él estaba ahí fuera. Esperándome para acompañarme hasta el bar. Le di dos besos, aunque él me había dicho hace tiempo que prefería que mis labios se dejaran llevar desde su mejilla en una ruta un poco más hacia el sur de su nariz. Hablamos sobre cosas intrascendentales para no hablar de lo que se nos estaba moviendo por dentro y llegamos. Llegamos al lugar y agradecí entrar en calor, a pesar de los borrachos y la gente empujando.
Allí nos esperaban nuestros amigos, a los que yo siempre usaba como barrera entre nosotros o como mecanismo de defensa para no enfrentarme de cara a mis sentimientos, quizá. Tomamos más cervezas de lo que se consideraría prudente y bailamos hasta sudarlas todas. Fue así: me agarró y se fue el frío. Pero el pub cerró sus puertas y nuestros amigos tuvieron que regresar a su residencia, que estaba perdida en la montaña. No se preocupen, dijo, yo la acompaño de vuelta a casa. Y así, queridos amigos, empezó nuestra odisea. Desde las dos de la mañana hasta que el sol empezó a colorear de naranja el cielo, hicimos más viajes que los de Ulises antes de volver a Ítaca.
Grenoble nos abría sus piernas solitarias y nadie se atrevía a salir de juerga con ella en una noche tan fría, así que él me cogió de la mano y juramos ante las estrellas que seríamos sus fieles compañeros de baile hasta que la madrugada se cansara de danzar y le dejara, agotada, el testigo a la mañana.
Me propuso ir a una tienda de esas que abren toda la noche a comprar cervezas y yo, aunque ya no sentía ni los pies y se me había subido todo el alcohol a la cabeza, no pude negarme. Él, como siempre, se empeñó en pagar aquellas cervezas demasiado caras. Luego nos sentamos al lado del río a beber y a hablar y me di cuenta de que los temas ya no eran tan intrascendentales ni sus palabras daban tantos rodeos antes de llegar a mis oídos. Allí, escuchando el rumor del agua, juro que me sentí como si estuviera en mi isla escuchando el mar. Así es: hay personas que son mágicas, aunque no se den cuenta, que se vuelven hogar y nos traen la playa a cada esquina de la ciudad donde más muerde el frío.

Pero nos estábamos congelando, así que decidimos dar un paseo y subir hasta las escaleras de La Bastilla para tener una vista del skyline de la ciudad de noche. Lo recuerdo perfectamente: nos sentamos en el tercer banco de esa cuesta que subía hasta el paraíso y comenzamos a hacer un viaje por todos nuestros infiernos.
No sé si fue su mirada o sus maneras, sus gestos al hablar o la retórica de su silencio, pero me resultó extremadamente fácil contarle todas mis penas y algunas de mis más profundas alegrías. No sé si fue mi manera de mirarle o lo sencillo que resultaba escucharle, pero él también me contó las suyas. Me habló de su infancia y de lo duro que habían sido algunas partes de ella, de cómo formó en su país un grupo con sus amigos para aprender francés, de cómo pudo terminar la carrera de matemáticas y venir a Francia a empezar otra, de su familia, de la libertad salvaje de su pueblo, de cómo quiso marcharse de unas tierras desgastadas por la corrupción y las guerras… Le hablé de las personas que más habían marcado mi vida y de cuán extenso era aún el dolor que dejaron algunas al marcharse, de cuáles eran los sueños que tenía estando despierta, de mis ambiciones presentes y futuras, de mi infancia, de mi isla, de mi madre…
Todavía puedo sentir la humedad de la noche mordiéndome la piel y lo cálido de nuestras almas cuando comenzamos a desnudarnos emocionalmente en uno de los idiomas más hermosos del mundo. Hacía apenas unos meses que había llegado a aquel punto del mapa antes desconocido y ya me sentía como en casa. Qué simple parecía la vida…
Aquella conversación era una puñetera montaña rusa y yo sentía que me mareaba porque íbamos desde las cimas de nuestras vidas hasta los fondos más profundos que nos ayudaron a coger impulso. Qué vértigo da encontrar personas así… Y en lo más alto de la montaña, nos quedamos mirándonos cerca y en silencio con el abismo de la ciudad a nuestros pies. Pude haberlo besado, pero seguía pensando que la relación que tenía en ese momento tenía más futuro que aquel presente que estaba viviendo. Pudo haberme besado, pero yo aún no había descubierto la osadía de sus actos y siempre ha respetado mis decisiones.

El resto de la historia ya sabrán cómo acaba: el me acompañó hasta la residencia cuando ya amanecía y nos abrazamos. Ni yo lo invité a subir ni él me lo pidió, tal vez no quisiéramos arruinar una noche tan bonita. Y el miedo, tercer personaje protagonista de este relato, hizo que durmiéramos solos en habitaciones distintas en lugar de abrasarnos bajo las mismas sábanas.
De ese modo, la chica canaria y el chico sudanés amanecieron un poco resacosos al día siguiente, preguntándose si aquello realmente pasó. Por ello, yo me he sentido en la obligación de resucitar esta historia para gritar, alto y claro desde el papel, que sí. Que fue real.
Y hay cosas que no recuerdo con claridad de esa noche: ni las canciones que sonaban mientras me agarraba de la cintura, ni el número de cervezas que nos tomamos, ni cuántos grados hacía en el clima de contradicciones de mi alma, ni las veces que pensé en besarlo y me obligué a mí misma a no hacerlo. Pero lo que sí recuerdo es que esa noche esta en el top de las noches de mi existencia y que batimos un récord del mundo en besarnos con los ojos. Al final va a ser verdad eso que me dijo hace unos meses: él y yo nunca hemos sido amigos.
Y colorín colorado, esta historia no se ha acabado y espero que jamás lo haga.
Miss Poessía
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Ay dios mío, la expresión «batir el récord de besar con la mirada» está profunda. Así que ésta conecta con una entrada anterior. Gracias por permitirme ser testigo de tu historia, y si, grita algo, recordar es vivir como quién dice 🌻❤ me encantó, un abrazote
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¡Muchísimas gracias por tan bello comentario, Sara! Me alegra y me emociona que vayas conectando unas entradas con otras, al final todo lo que escribo tiene relación jaja. Gracias a ti, por todo el apoyo que siempre me das y por ser tan encantadora.
Un abrazo fuerte y que seas muy feliz 🌷 ♥
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Gracias a ti por compartir parte de ti ❤🌻
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Cuando la piel se pone chinita es el éxito completo, felicidades!
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Jo, muchísimas gracias por este comentario, de verdad. Un abrazo fuerte ♡♡
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