Debo confesar, amor,
que siempre he sido
una adicta a la velocidad.
Me encanta la sensación
de pisar el acelerador
a fondo,
de subir las revoluciones
y volar por la autopista
a ciento veinte.
Adoro sentir el viento
abrazando mi cara
y refrescándome
la vida.
Me gusta ver cómo
el paisaje se difumina
cuando rozo el exceso:
los árboles son entonces
manchas verdes,
las líneas discontinuas
se vuelven líneas rectas
con la aceleración.
Me fascina llegar rápido
a otras coordenadas,
cambiar mis puntos cardinales
y dejarlo todo atrás
a velocidad de infarto.
Pero el problema
de ir por la vida a toda leche
es que a veces puedes
tener un accidente.
Vivir pasada de revoluciones
y excediendo los límites
implica aceptar el riesgo
de poder morir
en la carretera.
Y no solo eso:
no es que muera yo,
es que en mi choque
puedo arrastrar
a otras personas.
Ahora que te he conocido
en esta carrera contra mí misma
en la que he convertido mi vida
lo puedo ver todo con perspectiva.
Eso es lo que he hecho con aquellos
a quien he amado durante estos años:
los he convertido en copilotos
de mi rally desenfrenado,
hemos cogido demasiadas curvas
sin frenar
hasta que ambos nos hemos estrellado.
Y así nos hemos matado juntos.
Porque la vida no tiene airbags
ni ambulancias
y cuando te revientas la cabeza
contra la luna del coche
no hay nada que pueda salvarte.
Pero entonces llegas tú,
dispuesto a compartir conmigo
el viaje en el asiento del copiloto.
Me besas en los semáforos en rojo,
me coges de la mano,
empiezas a acariciarme
y conviertes en una tarea tediosa
el hecho de salir del coche
después de haber aparcado.
Y cuando me miras a los ojos
no te importa mi kilometraje
ni lo desgastados que están
mis neumáticos tras tanta huida:
tú pones el contador a cero
y dices que no te bajas.
No te bajas.
Te quedas
y me enseñas a frenar.
Y cuando cambio el pie
del acelerador al freno
lo veo todo claro:
he vivido sin frenos
porque me daba miedo
quedarme mucho tiempo
en un lugar,
porque cuando algo
te hace daño
lo único que quieres es acelerar
y ver cómo todo se vuelve pequeño
cuando miras por el retrovisor.
Pero contigo es diferente:
cuando miro a mi lado y te veo
sentado en el asiento de copiloto
me aterra tener un accidente.
Gracias a ti he comprendido
que a veces el viento en la cara
puede cortar.
Que los árboles son más hermosos
cuando admiro sus detalles
y son mucho más que manchas verdes.
Que si tú estás delante
no necesito dejar nada atrás,
porque contigo me siento a gusto
y no me hace falta huir.
Me he cansado de persecuciones
en las que yo era al mismo tiempo
la policía y la fugitiva,
de huir de todos lados
por miedo a quedarme.
Ahora lo entiendo, amor:
tú eres el paisaje que jamás
querría ver desaparecer
cuando miro por el retrovisor.
Eres la luz en el túnel.
Eres ese copiloto
con el que conduciría
por cualquier carretera,
por eso me da tanto miedo
estrellarme.
Con los demás me daba igual
volar por el asfalto como una temeraria,
pero es que cuando pienso en ti
no puedo soportar la imagen
de reventarnos juntos la cabeza
contra las ventanas del coche.
Supongo que eso lo cambia todo.
Miss Poessía
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