¡Hola, querid@ poeta! ♥
El post de hoy guarda cierta similitud con esta entrada que escribí en febrero, pero en este caso quise centrarme más en ese delicioso momento en el que conoces tan bien a una persona que se convierte en hogar porque, cuando estás con ella, te sientes como en casa. Muchísimas gracias por el apoyo, espero que les guste y que sean siempre muy felices… 🙂

Llega un momento en el que

tu casa se convierte en hogar,

en el que cada rincón

te resulta familiar

y conoces de memoria

cada parte.

 

Puedes andar descalza de noche

porque sabes exactamente

dónde está cada mueble,

cada interruptor,

dónde debes presionar

para que la luz bese los muros.

 

Conoces cada peculiaridad:

la mancha de rueda de bici en la pared,

las marcas de la mesa donde escribes,

la pintura desgastada en el rincón del salón,

la fractura en el cristal del baño.

 

Lo mismo ocurre con las personas:

llega un día en el que ellas también

se convierten en hogar.

 

Y entonces descubres

llena de fascinación

cada rasgo y detalle

del paisaje de su cuerpo,

te enamoras de sus rarezas.

 

Conoces cada singularidad:

su mancha de nacimiento

en el hombro izquierdo,

su cicatriz en la nariz,

los colores intensos que pintan

su mirada,

la luz que desprenden sus dientes

en la oscuridad cuando abre las puertas

del palacio de su boca,

el agradable calor de sus brazos

cuando te invita a vivir en su abrazo

y las fracturas que esconde

tras las paredes de su piel

creando una hermosa música

de cristales rotos cuando baila.

 

Lo mejor de convertir en hogar

a una casa o una persona

es que, en ambos casos,

conoces el lugar preciso en el que tocar

para encender las luces.

 

Sabes dónde hay que presionar

para subir unos cuántos grados

la temperatura.

 

Y, de ese modo,

el frío desaparece por fin

de tu vida.

 

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Miss Poessía

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