Recuerdo cómo aquella lágrima
decidió fugarse de mi ojo
mientras te besaba.

Lo hizo despacio,
como a quien le da pena
abandonar su hogar
y aun así sabe que debe hacerlo
por solidaridad.
Porque aquella lágrima sabía
que, si no se suicidaba
hacia el abismo de mis mejillas,
sería su amiga la garganta
quien sufriría.

La experiencia le decía que,
cada vez que intentaba quedarse,
a la garganta le nacía un nudo.

Y ese cuerpo que habitaba
se estaba convirtiendo ya
en un experto en nudos de garganta
por todas las veces
que trató de reprimir el llanto.

Así que decidió saltar,
dejarse llevar.

Se marchó del ojo
sabiendo que jamás volvería a habitarlo,
con la certeza de ser la primera,
la lágrima que desborda el llanto.

Le dio las gracias por haber sido casa
y partió llenando el ojo de lluvia,
humedeciendo las pestañas.
Por el camino encontró a su amante,
el rímel, y se corrieron juntos.

Se resbaló del lagrimal,
le regaló un beso salado
a su querida compañera la nariz
en su descenso hasta llegar
a la cumbre de los labios,
unos labios seísmo que temblaban
en la antesala de una despedida
y que eran el epicentro
de un profundo dolor
que acababa de nacer
muchos kilómetros bajo la piel.

La lágrima decidió
que no había mejor lugar para morir
que unos labios, así que sonrió
en nombre del amor
y murió en paz.

Fue entonces cuando sentimos
la sal en la boca y tú me preguntaste:
«amor, ¿estás llorando?».

Claro, joder, claro que estaba llorando.

¿Cómo no iba a hacerlo, si me acababas
de decir que en un par de días
tus brazos estarían
a más de cuatro mil kilómetros de mí?

Creo que ese beso fue el más bello
y sincero que he dado jamás,
pues era un beso que rebosaba
dolor y felicidad al mismo tiempo.
El dolor de saber
que a partir de ese momento
nada volvería a ser igual
y la felicidad de poder robarte
aún unos cuantos besos
antes de tener que despertar
en camas distintas.

La sal en los labios me hizo recordar
el salitre del Atlántico
y el arsenal de besos del verano,
pero tuve la triste certidumbre
de que nunca seríamos tan felices
como aquel verano.

Fue en ese beso
en el que la lágrima y yo supimos,
al unísono,
que aquel era un beso
que sabía a suicidio.

Porque tú te ibas.

 

Y yo no imaginaba una manera más cruel de morir.

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Miss Poessía

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