En Madrid aprendió que,
aunque estuviera lejos del mar,
podía hundirse.
Cuando paseaba su amor por los cines de Callao,
los edificios de Gran Vía le decían
que no se sumergiera en esa mirada,
que no hiciera de sus brazos el madero
al que agarrarse cuando llega el oleaje,
que no se enamorara
por mucho que él tuviera piel de verano.
Pero ella,
que siempre había pertenecido al Atlántico,
no supo cómo negarse
a aprovechar aquella hermosa ola
que le brindaba la vida.
Ella, que había hecho del mar
la banda sonora de su infancia
y había descubierto lo que era la fugacidad
dejando escapar la arena entre sus dedos,
no podía mirar hacia otro lado
cuando el presente le ponía delante
un chico maremoto.
Lo peor de los maremotos es que,
cuando pasan,
solo dejan escombros y ruinas.
Eso si tienes suerte y sobrevives
para ver los restos del naufragio.
Si no, lo único que puedes esperar
es el trágico fatum de ser arrastrada
hacia las profundidades
hasta que tus pulmones se queden
sin oxígeno.
No supo ver
que ella apenas fue una orilla
en el recorrido de aquel chico ola
por los siete mares.
No supo ver
que lo que ella pensaba que era el mar
era como mucho el Manzanares
en época de sequía.
Y cuando por fin supo verlo
sus ojos se llenaron de súbito
de una excesiva humedad.
Cuando por fin supo verlo
lloró tanto
que a Madrid
le creció una playa.
Miss Poessía
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