Subir hasta lo más alto de la Torre Eiffel para darme cuenta de que me da mucho más vértigo lo que siento que las alturas, que ya no me da miedo el vacío porque, desde que apareciste, me he ido haciendo experta en el arte de aprender a saltar sin red. Que, a veces, un cuerpo de un metro setenta y cinco puede ser mucho más grande que una imponente torre de 300 metros.
Llegar al muro de los te quiero de Montmartre y querer decirte esas dos palabras en todos los idiomas posibles, aunque en el fondo los dos sepamos que ya no nos hace falta. Porque si una imagen vale más que mil palabras, una caricia a quemarropa de las tuyas vale más que mil te quiero. Ver París desde la colina y que me siga pareciendo más bello el skyline de tu silueta amaneciendo a contraluz. Sentir que, por mucho que mezclen tonos en su paleta los pintores de la plaza, jamás lograrán hacer surgir la tonalidad nomeolvides de tus ojos. Que al barrio más bohemio y artístico de la ciudad le sigue faltando arte y bohemia si tus zapatos no han pasado por él.
Ir a la plaza de Charles de Gaulle y pensar que, si Napoleón hizo construir un arco para celebrar su triunfo en la batalla de Austerlitz, yo también quiero crear un monumento que conmemore el momento exacto de serendipia en el que tu presente y el mío se enredaron.
Pasear por los jardines de las Tullerías observando el vuelo de las gaviotas y ser consciente de que no quiero ser un ave de paso que sobrevuele tu vida en busca de lugares mejores. Porque, anidando en el hueco de tus brazos, ¿quién querría emigrar?
Perderme en el museo del Louvre, de Orsay, de la Orangerie… Caminar y caminar entre galerías y exposiciones solamente para corroborar lo que ya sabía: que no hay mejor obra de arte que verte siendo tú mismo. Porque, cuando eres tú mismo, ningún pintor osaría tratar de congelarte en la eternidad. Saben que es inútil, que no se puede atrapar algo tan efímero como una estrella fugaz.
Andar junto al Sena y querer que vengas para que nos convirtamos en los protagonistas de esa película de Woody Allen, perdiéndonos a medianoche. Que llegues y demuestres a Hemingway que se quedó corto con eso de que París era una fiesta.
Recorrer París y comprender que la ciudad del amor te necesita para que ese apodo cobre sentido.
Miss Poessía
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